Érase que se era un
pobrecito pescador que vivía en una choza miserable acompañado de su
mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una red remendada
por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el
estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los
trebejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al
lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una
horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa,
que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso
de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los
relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de
plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas,
sudando a pesar del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de
alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar,
como en tantas otras ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que
imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar
la red, aupar la red, viendo que en su interior no había más que un pez
muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le
había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se
lo quedó mirando con la boca abierta.
De repente el extraño
pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima, extraordinariamente
armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al
agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
- ¿Qué dices,
desventurado? - preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que
oía.
- ¡Que me eches otra vez
al agua, que otro día estaré más gordo!
- ¡Estás fresco! Llevan
mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo dos horas tirando de
la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿ y quieres que te tire al
agua?
- Pues si no me sueltas,
oh pescador, no me comas. Te lo ruego...
- ¡También está bueno
eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?
- Pues si me comes -
prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis espinas y
las entierres en la puerta de tu casa.
- Menos mal que me pides
algo que puedo hacer... Te prometo cumplir fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de
su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan
chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron saciados. Luego,
el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la puerta de la
puerta de su choza.
Por la mañana, cuando
Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire libre,
encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un
magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del
perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa llena de
monedas de oro.
El muchacho, que
anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente corazón,
dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del can,
emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días
y tres noches, recorriendo la selva de los árboles parlantes y el bosque
de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas
por el viento, formando un seráfico concierto, llegando finalmente a una
encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga disputándose
agriamente una liebre muerta.
- Párate o eres hombre
muerto, - rugió el león. - Y si eres, como dicen, el rey de la creación,
sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban
disputándose la liebre... ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan
grande...? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el
rey de la selva... La liebre me corresponde por derecho propio... ¿No lo
crees así?
La paloma habló entonces
y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de
largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba
mortalmente herida... estaba mortalmente herida... Me corresponde a mí,
por haberla visto morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No la habrían herido,
si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba
corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le
metió una bala en las costillas... ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no
hubiese mediado como amigable componedor.
- Amiga pulga - dijo - ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese,
que asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del
rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la
paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó
encantado de juez tan justiciero.
- Veo que eres realmente el rey de la creación - exclamó, con su más
dulce rugido - pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte
como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:
- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te
convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu
forma natural, tu forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me
valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar
llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó' una pluma y dijo:
- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me
valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
- Yo no tengo plumas ni pelos - dijo la pulga - pero puedo oírte
dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente
tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar,
hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita
a lo lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
- ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
- Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de
Irás y No Volverás»?
- Libre es el señor caballero de llegar a él - repuso el pastor, echando
a correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se
había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en la
piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando
tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía
acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el
suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las
cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser
heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix,
el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus
árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas,
el sol o la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos
saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus
trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! - decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! - repetían
otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin
detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la
cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de
cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como
manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres
perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes
que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma
minúscula contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo
alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la
pluma y gritó:
- ¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma,
volaba a través de la abierta ventana y se colaba de rondón en el
castillo. Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no
había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así
como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia
toda de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y
topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la
misma soledad.
La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir
un apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de
una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo;
todo tu oro, toda tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas,
las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco
mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo,
sentóse a la mesa.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un
opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las
riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y
manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar,
desorientado, por los regios y desiertos salones.
- Siete días llevo sin dormir - recordó - si en vez de tanta pedrería
hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja...
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata
cincelada con siete colchones de pluma.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas
apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado,
que salía de la habitación vecina.
- Será algún pequeño del hada - murmuró, dando media vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los
sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros
entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
- Esto se pone feo - pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan
desierto como antes.
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien más de cien
salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más
cercanos, los lamentos