En la calle de los
Ricos-hombres de Teruel, allá en los principios del siglo XIII, estaba
enclavada la casa solariega de Don Martín Marsilla, noble hidalgo del
grupo de los reconquistadores de la ciudad. Cercano a ella se alzaba
el solar de los Seguras, familia también de la rancia nobleza
turolense. Un hijo único tienen los Marsillas, Juan Diego Garcés,
apuesto y arrogante joven a la sazón. Y una niña de belleza
excepcional, suave y dulce como una «madonna», Isabel, es asimismo
vástago único de los Seguras. Son casi de una misma edad y se aman
tiernamente. La amistad íntima de las madres de ambos les permitió
corretear desde pequeños por los jardines de sus mansiones,
compartiendo los juegos infantiles, y un amor prematuro, ideal,
absorbente, exclusivista, unió a los corazones de los dos desde muy
niños. Diego Marsilla sólo piensa en Isabel, en agradarla, en
merecerla. Isabel Segura sólo sueña con Diego; no hay nadie, para
ella, que le iguale en gentileza, apostura, nobleza, fidelidad,
ternura y cortesía.
Todo Teruel comenta con simpatía la fortuna de aquel amor juvenil, que
desde la infancia pareció modelo de amor humano perfecto. Algo
ensombrece, sin embargo, los sueños azules de la feliz pareja: los
Marsillas no son ricos; arruináronse en la guerra con el moro y en las
banderías de la nobleza, que intranquilizaron el reino años hace, y no
han logrado rehacer su hacienda quebrantada. Tampoco es desahogada la
situación económica de los Seguras. Y Diego ha de buscar en la guerra
la fortuna, labrándose con la punta de la espada la seguridad de un
porvenir, sin zozobras que ofrecer a su amor...
La calma tranquila de Teruel fue rota con la llegada de aquel magnate.
Rodrigo de Azagra, hermano del señor de Albarracín, venía enviado por
el rey de Aragón para despachar cierta comisión en la ciudad. Era
cortesano, rico, influyente; se rodeaba de brillante comitiva, con la
pompa y el fausto de un gran señor. Orgulloso, altanero; la vida le
sonríe y se le entrega rendida; no ha habido, hasta ahora, capricho o
deseo que no haya visto al punto satisfecho. La nobleza turolense se
desvive por atenderle y festejarle. Saraos, recepciones, banquetes,
rivalizando los nobles provincianos en lujo y cortesía, se han
celebrado en honor de él. Y un día, aciago para los amantes, sus ojos
han reparado en la belleza prodigiosa de Isabel. Azagra, prendado de
los encantos de la hermosa y sentimental doncella, la pidió en
matrimonio.
La posición del pretendiente, el atuendo de que se rodeaba, la nobleza
e importancia del cortesano, deslumbraron a los padres de la joven.
Pedro Segura dio palabra a Rodrigo de concederle la manó de su hija.
- ¡Padre mío! -dijo Isabel bajando los ojos con humildad y
palideciendo, al comunicarle sus padres el proyecto de aquel
matrimonio que colmaba todas las apetencias de ellos-. Olvidas que
estoy enamorada de otro hombre desde niña; siempre he soñado con
casarme con él.
- ¿Con Marsilla? Olvida tú lo que sólo puede ser capricho pasajero,
consentido en la niñez. ¿Desde cuándo las hijas se enamoran sin la
voluntad de sus padres? ¿Desde cuándo se casan sin que ellos les
propongan el marido? El matrimonio brillante que te hemos buscado
haría la felicidad de cualquier joven. He dado ya mi palabra a D.
Rodrigo.
- Siempre os obedecí sumisa; mas también yo -repuso Isabel deshecha en
llanto- estoy ligada por un juramento. Podéis arrastrarme hasta la
iglesia, maltratar mi cuerpo, si os place; hundirme en un claustro, si
es vuestro gusto. No protestaré, no diré nada; lo haré resignada por
complaceros; pero con nada lograréis que pronuncie mi lengua un sí
perjuro.
- Ten en cuenta, hija mía -medió cariñosa la madre- que la situación
de nuestra hacienda no es muy halagüeña. Casándote con D. Rodrigo
Azagra, noble, rico, influyente, galán y caballero, darás lustre a
nuestra casa y asegurarás tu porvenir. Sabes muy bien que los
Marsillas están totalmente arruinados.
Diego Marsilla, avisado por su amada habló con el padre de Isabel. Y
Pedro Segura, que al fin sólo quería la felicidad de su hija,
sorprendido por aquel amor tan fino y tan firme, concedió un plazo. Si
dentro de seis años y seis días Marsilla no volvía de la guerra,
mejorado notablemente en fortuna, Pedro Segura juraba entregar la mano
de Isabel a Rodrigo de Azagra.
Aquella misma tarde, Juan Diego Garcés de Marsilla, vestida la cota,
la lanza en la mano, al brazo la banda, regalo de su dama, paraba el
brioso alazán frente al balcón de Isabel.
- Hasta la dicha o hasta la tumba -le dijo en despedida.
- Tuya o muerta -respondió la niña.
Y Marsilla recogió en el aire y puso sobre su corazón una rosa, ungida
por los labios de la amada en uno de cuyos pétalos titilaba una
lágrima.
Tocaban a vísperas en la vecina parroquia de San Pedro.