Yo, don Juan, hijo del infante don Manuel, adelantado mayor del Reino de
Murcia, escribí este libro con las más bellas palabras que encontré,
entre las cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los
oyeren. Hice así, al modo de los médicos que, cuando quieren preparar
una medicina para el hígado, como al hígado agrada lo dulce, ponen en la
medicina un poco de azúcar o miel, u otra cosa que resulte dulce, pues
por el gusto que siente el hígado a lo dulce, lo atrae para sí, y con
ello a la medicina que tanto le beneficiará. Lo mismo hacen con
cualquier miembro u órgano que necesite una medicina, que siempre la
mezclan con alguna cosa que resulte agradable a aquel órgano, para que
se aproveche bien de ella. Siguiendo este ejemplo, haré este libro, que
resultará útil para quienes lo lean, si por su voluntad encuentran
agradables las enseñanzas que en él se contienen; pero incluso los que
no lo entiendan bien, no podrán evitar que sus historias y agradable
estilo los lleven a leer las enseñanzas que tiene entremezclados, por lo
que, aunque no lo deseen, sacarán provecho de ellas, al igual que el
hígado y los demás órganos se benefician y mejoran con las medicinas en
las que se ponen agradables sustancias. Dios, que es perfecto y fuente
de toda perfección, quiera, por su bondad y misericordia, que todos los
que lean este libro saquen el provecho debido de su lectura, para mayor
gloria de Dios, salvación de su alma y provecho para su cuerpo, como Él
sabe muy bien que yo, don Juan, pretendo. Quienes encuentren en el libro
alguna incorrección, que no la imputen a mi voluntad, sino a mi falta de
entendimiento; sin embargo, cuando encuentren algún ejemplo provechoso y
bien escrito, deberán agradecerlo a Dios, pues Él es por quien todo lo
perfecto y hermoso se dice y se hace.
Terminado ya el prólogo, comenzaré la materia del libro, imaginando las
conversaciones entre un gran señor, el Conde Lucanor y su consejero,
llamado Patronio.
Cuento I
Lo que sucedió a un rey y a un ministro suyo
Una vez estaba hablando apartadamente el Conde Lucanor con Patronio, su
consejero, y le dijo:
-Patronio, un hombre ilustre, poderoso y rico, no hace mucho me dijo de
modo confidencial que, como ha tenido algunos problemas en sus tierras,
le gustaría abandonarlas para no regresar jamás, y, como me profesa gran
cariño y confianza, me querría dejar todas sus posesiones, unas vendidas
y otras a mi cuidado. Este deseo me parece honroso y útil para mí, pero
antes quisiera saber qué me aconsejáis en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, bien sé que mi consejo no os hace
mucha falta, pero, como confiáis en mí, debo deciros que ese que se
llama vuestro amigo lo ha dicho todo para probaros y me parece que os ha
sucedido con él como le ocurrió a un rey con un ministro.
El Conde Lucanor le pidió que le contara lo ocurrido.
-Señor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un ministro en quien
confiaba mucho. Como a los hombres afortunados la gente siempre los
envidia, así ocurrió con él, pues los demás privados, recelosos de su
influencia sobre el rey, buscaron la forma de hacerle caer en desgracia
con su señor. Lo acusaron repetidas veces ante el rey, aunque no
consiguieron que el monarca le retirara su confianza, dudara de su
lealtad o prescindiera de sus servicios. Cuando vieron la inutilidad de
sus acusaciones, dijeron al rey que aquel ministro maquinaba su muerte
para que su hijo menor subiera al trono y, cuando él tuviera la tutela
del infante, se haría con todo el poder proclamándose señor de aquellos
reinos. Aunque hasta entonces no habían conseguido levantar sospecha en
el ánimo del rey, ante estas murmuraciones el monarca empezó a recelar
de él; pues en los asuntos más importantes no es juicioso esperar que se
cumplan, sino prevenirlos cuando aún tienen remedio. Por ello, desde que
el rey concibió dudas de su privado, andaba receloso, aunque no quiso
hacer nada contra él hasta estar seguro de la verdad.
»Quienes urdían la caída del privado real aconsejaron al monarca el modo
de probar sus intenciones y demostrar así que era cierto cuanto se decía
de él. Para ello expusieron al rey un medio muy ingenioso que os contaré
en seguida. El rey resolvió hacerlo y lo puso en práctica, siguiendo los
consejos de los demás ministros.
»Pasados unos días, mientras conversaba con su privado, le dijo entre
otras cosas que estaba cansado de la vida de este mundo, pues le parecía
que todo era vanidad. En aquella ocasión no le dijo nada más. A los
pocos días de esto, hablando otra vez con aquel ministro, volvió el rey
sobre el mismo tema, insistiendo en la vaciedad de la vida que llevaba y
de cuanto boato rodeaba su existencia. Esto se lo dijo tantas veces y de
tantas maneras que el ministro creyó que el rey estaba desengañado de
las vanidades del mundo y que no le satisfacían ni las riquezas ni los
placeres en que vivía. El rey, cuando vio que a su privado le había
convencido, le dijo un día que estaba decidido a alejarse de las glorias
del mundo y quería marcharse a un lugar recóndito donde nadie lo
conociera para hacer allí penitencia por sus pecados. Recordó al
ministro que de esta forma pensaba lograr el perdón de Dios y ganar la
gloria del Paraíso.
»Cuando el privado oyó decir esto a su rey, pretendió disuadirlo con
numerosos argumentos para que no lo hiciera. Por ello, le dijo al
monarca que, si se retiraba al desierto, ofendería a Dios, pues
abandonaría a cuantos vasallos y gentes vivían en su reino, hasta ahora
gobernados en paz y en justicia, y que, al ausentarse él, habría
desórdenes y guerras civiles, en las que Dios sería ofendido y la tierra
destruida. También le dijo que, aunque no dejara de cumplir su deseo por
esto, debía seguir en el trono por su mujer y por su hijo, muy pequeño,
que correrían mucho peligro tanto en sus bienes como en sus propias
vidas.
»A esto respondió el rey que, antes de partir, ya había dispuesto la
forma en que el reino quedase bien gobernado y su esposa, la reina, y su
hijo, el infante, a salvo de cualquier peligro. Todo se haría de esta
manera: puesto que a él lo había criado en palacio y lo había colmado de
honores, estando siempre satisfecho de su lealtad y de sus servicios,
por lo que confiaba en él más que en ninguno de sus privados y
consejeros, le encomendaría la protección de la reina y del infante y le
entregaría todos los fuertes y bastiones del reino, para que nadie
pudiera levantarse contra el heredero. De esta manera, si volvía al cabo
de un tiempo, el rey estaba seguro de encontrar en paz y en orden cuanto
le iba a entregar. Sin embargo, si muriera, también sabía que serviría
muy bien a la reina, su esposa, y que educaría en la justicia al
príncipe, a la vez que mantendría en paz el reino hasta que su hijo
tuviera la edad de ser proclamado rey. Por todo esto, dijo al ministro,
el reino quedaría en paz y él podría hacer vida retirada.
»Al oír el privado que el rey le quería encomendar su reino y entregarle
la tutela del infante, se puso muy contento, aunque no dio muestras de
ello, pues pensó que ahora tendría en sus manos todo el poder, por lo
que podría obrar como quisiere.
»Este ministro tenía en su casa, como cautivo, a un hombre muy sabio y
gran filósofo, a quien consultaba cuantos asuntos había de resolver en
la corte y cuyos consejos siempre seguía, pues eran muy profundos.
»Cuando el privado se partió del rey, se dirigió a su casa y le contó al
sabio cautivo cuanto el monarca le había dicho, entre manifestaciones de
alegría y contento por su buena suerte ya que el rey le iba a entregar
todo el reino, todo el poder y la tutela del infante heredero.
»Al escuchar el filósofo que estaba cautivo el relato de su señor,
comprendió que este había cometido un grave error, pues sin duda el rey
había descubierto que el ministro ambicionaba el poder sobre el reino y
sobre el príncipe. Entonces comenzó a reprender severamente a su señor
diciéndole que su vida y hacienda corrían grave peligro, pues cuanto el
rey le había dicho no era sino para probar las acusaciones que algunos
habían levantado contra él y no por que pensara hacer vida retirada y de
penitencia. En definitiva, su rey había querido probar su lealtad y, si
viera que se alegraba de alzarse con todo el poder, su vida correría
gravísimos riesgos.
»Cuando el privado del rey escuchó las razones de su cautivo, sintió
gran pesar, porque comprendió que todo había sido preparado como este
decía. El sabio, que lo vio tan acongojado, le aconsejó un medio para
evitar el peligro que lo amenazaba.
»Siguiendo sus consejos, el privado, aquella misma noche, se hizo rapar
la cabeza y cortar la barba, se vistió con una túnica muy tosca y casi
hecha jirones, como las que llevan los mendigos que piden en las
romerías, cogió un bordón y se calzó unos zapatos rotos aunque bien
clavados, y cosió en los pliegues de sus andrajos una gran cantidad de
doblas de oro. Antes del amanecer encaminó sus pasos a palacio y pidió
al guardia de la puerta que dijese al rey que se levantase, para que
ambos pudieran abandonar el reino -antes de que la gente despertara,
pues él ya lo estaba esperando; le pidió también que todo se lo dijera
sin ser oído por nadie. El guardia, cuando así vio al privado del rey,
quedó muy asombrado, pero fue a la cámara real y dio el mensaje al rey,
que también se asombró mucho e hizo pasar a su privado.
»El rey, al ver con aquellos harapos a su ministro, le preguntó por qué
iba vestido así. Contestó el privado que, puesto que el rey le había
expresado su intención de irse al desierto y como seguía dispuesto a
hacerlo, él, que era su privado, no quería olvidar cuantos favores le
debía, sino que, al igual que había compartido los honores y los bienes
de su rey, así, ahora que él marchaba a otras tierras para llevar vida
de penitencia, querría él seguirlo para compartirla con su señor. Añadió
el ministro que, si al rey no le dolían ni su mujer, ni su hijo, ni su
reino, ni cuantos bienes dejaba, no había motivo para que él sintiese
mayor apego, por lo cual partiría con él y le serviría siempre, sin que
nadie lo notara. Finalmente le dijo que llevaba tanto dinero cosido a su
ropa que nunca habría de faltarles nada en toda su vida y que, pues
habían de partir, sería mejor hacerlo antes de que pudiesen ser
reconocidos.
»Cuando el rey oyó decir esto a su privado, pensó que actuaba así por su
lealtad y se lo agradeció mucho, contándole cómo lo envidiaban los otros
privados, que estuvieron a punto de engañarlo, y cómo él se decidió
aprobar su fidelidad. Así fue como el ministro estuvo a punto de ser
engañado por su ambición, pero Dios quiso protegerlo por medio del
consejo que le dio aquel sabio cautivo en su casa.
»Vos, señor conde, es preciso que evitéis caer en el engaño de quien se
dice amigo vuestro, pero ciertamente lo que os propuso sólo es para
probaros y no porque piense hacerlo. Por eso os convendrá hablar con él,
para que le demostréis que sólo buscáis su honra y provecho, sin sentir
ambición ni deseo de sus bienes, pues la amistad no puede durar mucho
cuando se ambicionan las riquezas de un amigo.
El conde vio que Patronio le había aconsejado muy bien, obró según sus
recomendaciones y le fue muy provechoso hacerlo así.
Y, viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este
libro e hizo estos versos que condensan toda su moraleja:
No penséis ni creáis que por un amigo
hacen algo los hombres que les sea un peligro.
También hizo otros que dicen así:
Con la ayuda de Dios y con buen consejo,
sale el hombre de angustias y cumple su deseo.
Cuento II
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo
Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo
que estaba muy preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo
hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si
dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar con
razón. Contó a Patronio de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en
este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a
muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo de buen
entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo
habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor
-continuó Patronio-, me gustaría mucho que pensarais en la historia de
lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo
Patronio:
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos
años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer
alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como hay
pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo
algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde,
habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes,
más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo
comenzarlos, pero no saben cómo los han de terminar, y así se equivocan
con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel
mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca
experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y
cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su
hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó
actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las
cosas que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su
hijo cómo debía obrar en futuras empresas.
»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa.
-38- Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para comprar
algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer
la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin
carga alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando,
después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que
volvían empezaron a decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos
ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie mientras la bestia
iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le
parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo que
era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato que
ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en
la cabalgadura.
»Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres,
los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a comentar la
equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras
el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De
nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían
dicho, y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre
mandó a su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del
padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos, iba
cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las
fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le
parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su
opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir
con él en la cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
»Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a
decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan débil que apenas
podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados
en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo
que habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio,
decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas
palabras:
»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los
dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía bien hacer
así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos
dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal,
mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después
encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no
estaba bien, y por ello te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste
que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros que dijeron que
aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te
pareció que era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos
dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta única
bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha
sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser
criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron;
luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie;
volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que
vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para
enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas
monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han
criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos
aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen
provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los
buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala
acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que
creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán,
a menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la
gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más
conveniente.
»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis
hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os critiquen
si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el
daño o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro
juicio y que no os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino
que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces
de guardar un secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis
precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad que pasen al menos
un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas
recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis
útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de hacerlos
por miedo a las críticas de la gente.
El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le
fue muy provechoso.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e
hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:
Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,
buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.
Cuento III
Lo que sucedió al rey Ricardo de Inglaterra cuando saltó al mar para
luchar contra los moros
Un día se retiró el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo
así:
-Patronio, yo confío mucho en vuestro buen juicio y sé que, en lo que
vos no sepáis o no podáis aconsejarme, no habrá nadie en el mundo que
pueda hacerlo; por eso os ruego que me aconsejéis como mejor sepáis en
los que ahora os diré. Bien sabéis que yo ya no soy muy joven y que,
desde que nací hasta ahora, me crie y viví siempre envuelto en guerras,
unas veces contra moros, otras con los cristianos y las más fueron
contra los reyes, mis señores, o contra mis vecinos. En mis luchas con
mis hermanos cristianos, aunque yo intenté que nunca se iniciara la
guerra por mi culpa, fue inevitable que muchos inocentes recibieran gran
daño. Apesadumbrado por esto y por otros pecados que he cometido contra
Dios Nuestro Señor, y también porque veo que nada ni nadie en este mundo
puede asegurarme que hoy mismo no haya de morir; seguro de que por mi
edad no viviré mucho más y sabiendo que deberé comparecer ante Dios, que
es juez que no se deja engañar por las palabras sino que juzga a cada
uno por sus buenas o malas obras; y en la certeza de que, si Dios halla
en mí pecados por los que deba sufrir castigo eterno, no podrá evitar
los males y dolores del Infierno, donde ningún bien de este mundo podrá
aliviar mis penas y donde sufriré eternamente; sabiendo en cambio que,
si Dios se mostrase clemente y me señalara como uno de los suyos en el
Paraíso, no habría placer o dicha en este mundo que pudiera igualársele.
Y como Cielo o Infierno no se merecen sino por las obras, os pido que,
de acuerdo con mi estado y dignidad, me aconsejéis la mejor manera de
hacer penitencia por mis culpas y conseguir la gracia ante Dios.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me agradan vuestras razones,
y sobre todo porque me habéis dicho que os aconseje según vuestro
estado, porque si me lo hubierais pedido de otra forma pensaría que lo
hacíais por probarme, como sucedió en la historia que os conté otro día
de aquel rey con su privado. Y me agrada mucho que queráis hacer
penitencia de vuestras faltas, según vuestro estado y dignidad, pues
tened por cierto que si vos, señor Conde Lucanor, quisierais dejar
vuestro estado y entrar en religión o hacer vida retirada, no podríais
evitar que os sucediera una de estas dos cosas: la primera, que seríais
muy mal juzgado por las gentes, pues todos dirían que lo hacíais por
pobreza de espíritu y porque no os gustaba vivir entre los buenos; la
segunda, que os sería muy difícil sufrir las asperezas y sacrificios de
la vida conventual, y si después tuvieseis que abandonarla o vivirla sin
guardar la regla como se debe, os causaría gran daño para el alma y
mucha vergüenza y pérdida de vuestra buena fama. Como tenéis muy buenos
propósitos, me gustaría contaros lo que Dios reveló a un ermitaño de
santa vida sobre lo que habría de sucederle a él mismo y al rey Ricardo
de Inglaterra.
El conde le rogó que le dijese lo ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, un ermitaño llevaba muy santa
vida, hacía mucho bien y muchas penitencias para lograr la gracia de
Dios. Y por ello, Nuestro Señor fue con él misericordioso y le prometió
que entraría en el reino de los cielos. El ermitaño agradeció mucho esta
revelación divina y, como estaba ya seguro de salvarse, rogó a Dios que
le indicara quién sería su compañero en el Paraíso. Y aunque Nuestro
Señor le dijo por medio de un ángel que no preguntara tal cosa, tanto
insistió el ermitaño que Dios Nuestro Señor accedió a darle una
respuesta y, así, le hizo saber por un ángel que el rey de Inglaterra y
él estarían juntos en el Paraíso.
»Tal respuesta no agradó mucho al ermitaño, pues conocía muy bien al rey
y sabía que siempre andaba en guerras y que había matado, robado y
desheredado a muchos, y había llevado una vida muy opuesta a la suya,
que le parecía muy alejada del camino de la salvación. Por todo esto
estaba el ermitaño muy disgustado.
»Cuando Dios Nuestro Señor lo vio así, le mandó decir con el ángel que
no se quejara ni se sorprendiera de lo que le había dicho, y que debía
estar seguro de que más honra y más galardón merecía ante Dios el rey
Ricardo con un solo salto que él con todas sus buenas obras. El ermitaño
se quedó muy sorprendido y le preguntó al ángel cómo podía ser así.
»El ángel le contó que los reyes de Francia, Inglaterra y Navarra habían
pasado a Tierra Santa. Y cuando llegaron al puerto, estando todos
armados para emprender la conquista, vieron en las riberas tal cantidad
de moros que dudaron de poder desembarcar. Entonces el rey de Francia
pidió al rey de Inglaterra que viniese a su nave para decidir los dos lo
que habrían de hacer. El rey de Inglaterra, que estaba a caballo, cuando
esto oyó al mensajero, le contestó que dijese a su rey que como, por
desgracia, él había agraviado y ofendido a Dios muchas veces y siempre
le había pedido ocasión para desagraviarle y pedirle perdón, veía que,
gracias a Dios, había llegado el día que tanto esperaba, pues si allí
muriese, como había hecho penitencia antes de abandonar su tierra y
estaba muy arrepentido, era seguro que Dios tendría misericordia de su
alma, y si los moros fuesen vencidos sería para honra de Dios y ellos,
como cristianos, podrían sentirse muy dichosos.
»Cuando hubo dicho esto, encomendó su cuerpo y su alma a Dios, pidió que
le ayudase y, haciendo la señal de la cruz, mandó a sus soldados que le
siguieran. Luego picó con las espuelas a su caballo y saltó al mar,
hacia la orilla donde estaban los moros. Aunque muy cerca del puerto, el
mar era bastante profundo, por lo que el rey y su caballo quedaron
cubiertos por las aguas y no parecían tener salvación; pero Dios, como
es omnipotente y muy piadoso, acordándose de lo que dicen los evangelios
(que Él no busca la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva),
ayudó en aquel peligro al rey de Inglaterra, evitó su muerte carnal, le
otorgó la vida eterna y le salvó de morir ahogado. El rey, después, se
lanzó contra los moros.
»Cuando los ingleses vieron a su rey entrar en combate, saltaron todos
al mar para ayudarle y se lanzaron contra los enemigos. Al ver esto los
franceses, pensaron que sería una afrenta para ellos no entrar en
combate y, como no son gente que soporte los agravios, saltaron todos al
mar y lucharon contra los moros. Cuando estos les vieron iniciar su
ataque, sin miedo a morir y con ánimo tan gallardo, rehusaron
enfrentarse a ellos, abandonando el puerto y huyendo en desbandada. Al
llegar a tierra, los cristianos mataron a cuantos pudieron alcanzar y
consiguieron la victoria, prestando gran servicio a la causa del Señor.
Tan gran victoria se inició con el salto que dio en el mar el rey de
Inglaterra.
»Al oír esto el ermitaño, quedó muy contento y comprendió que Dios le
concedía un gran honor al ponerle como compañero en el Paraíso a un
hombre que le había servido de esta manera y que había ensalzado la fe
católica.
»Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis servir a Dios y hacer penitencia
de vuestras culpas, reparad el daño que hayáis podido hacer, antes de
partir de vuestra tierra. Haced penitencia por vuestros pecados y no
hagáis caso a las galas del mundo, que es todo vanidad, ni creáis a
quienes os digan que debéis preocuparos por vuestra honra, pues así
llaman a mantener muchos criados, sin mirar si tienen para alimentarlos
y sin pensar cómo acabaron o cuántos quedaron de quienes sólo se
preocupaban por este tipo de vanagloria. Vos, señor Conde Lucanor,
porque queréis servir a Dios y hacer penitencia de vuestras culpas, no
sigáis ese camino vacío y lleno de vanidades. Mas, pues Dios os entregó
tierras donde podáis servirle luchando contra los moros, por mar y por
tierra, haced cuanto podáis para asegurar lo que tenéis. Y dejando en
paz vuestros señoríos y habiendo pedido perdón por vuestras culpas, para
hacer cumplida penitencia y para que todos bendigan vuestras buenas
obras, podréis abandonar todo lo demás, estando siempre al servicio de
Dios y terminar así vuestra vida.
»Esta es, en mi opinión, la mejor manera de salvar vuestra alma, de
acuerdo con vuestro estado y dignidad. Y también debéis creer que por
servir a Dios de este modo no moriréis antes, ni viviréis más si os
quedáis en vuestras tierras. Y si murierais sirviendo a Dios, viviendo
como os he dicho, seréis contado entre los mártires y bienaventurados;
pues, aunque no muráis en combate, la buena voluntad y las buenas obras
os harán mártir, y los que os quieran criticar no podrán hacerlo pues
todos verán que no abandonáis la caballería, sino que deseáis ser
caballero de Dios y dejáis de ser caballero del Diablo y de las
vanidades del mundo, que son perecederas.
»Ya, señor conde, os he aconsejado, como me pedisteis, para que podáis
salvar vuestra alma, permaneciendo en vuestro estado. Y así imitaréis al
rey Ricardo de Inglaterra cuando saltó al mar para comenzar tan gloriosa
acción.
Al conde le gustó mucho el consejo que le dio Patronio y le pidió a Dios
que le ayudara para ponerlo en práctica, como su consejero le decía y él
deseaba.
Y viendo don Juan que este era un cuento ejemplar, lo mandó poner en
este libro y compuso estos versos que lo resumen. Los versos dicen así:
Quien se sienta caballero
debe imitar este salto,
no encerrado en monasterio
tras de los muros más altos.
Cuento IV
Lo que, al morirse, dijo un genovés a su alma
Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le contaba
lo siguiente:
-Patronio, gracias a Dios yo tengo mis tierras bien cultivadas y
pacificadas, así como todo lo que preciso según mi estado y, por suerte,
quizás más, según dicen mis iguales y vecinos, algunos de los cuales me
aconsejan que inicie una empresa de cierto riesgo. Pero aunque yo siento
grandes deseos de hacerlo, por la confianza que tengo en vos no la he
querido comenzar hasta hablaros, para que me aconsejéis lo que deba
hacer en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis lo más
conveniente, me gustaría mucho contaros lo que le sucedió a un genovés.
El conde le pidió que así lo hiciera.
Patronio comenzó:
-Señor Conde Lucanor, había un genovés muy rico y muy afortunado, en
opinión de sus vecinos. Este genovés enfermó gravemente y, notando que
se moría, reunió a parientes y amigos y, cuando estos llegaron, mandó
llamar a su mujer y a sus hijos; se sentó en una sala muy hermosa desde
donde se veía el mar y la costa; hizo traer sus joyas y riquezas y,
cuando las tuvo cerca, comenzó a hablar en broma con su alma:
»-Alma, bien veo que quieres abandonarme y no sé por qué, pues si buscas
mujer e hijos, aquí tienes unos tan maravillosos que podrás sentirte
satisfecha; si buscas parientes y amigos, también aquí tienes muchos y
muy distinguidos; si buscas plata, oro, piedras preciosas, joyas,
tapices, mercancías para traficar, aquí tienes tal cantidad que nunca
ambicionarás más; si quieres naves y galeras que te produzcan riqueza y
aumenten tu honra, ahí están, en el puerto que se ve desde esta sala; si
buscas tierras y huertas fértiles, que también sean frescas y
deleitosas, están bajo estas ventanas; si quieres caballos y mulas, y
aves y perros para la caza y para tu diversión, -45- y hasta juglares
para que te acompañen y distraigan; si buscas casa suntuosa, bien
equipada con camas y estrados y cuantas cosas son necesarias, de todo
esto no te falta nada. Y pues no te das por satisfecha con tantos bienes
ni quieres gozar de ellos, es evidente que no los deseas. Si prefieres
ir en busca de lo desconocido, vete con la ira de Dios, que será muy
necio quien se aflija por el mal que te venga.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues gracias a Dios estáis en paz, con bien
y con honra, pienso que no será de buen juicio arriesgar todo lo que
ahora poseéis para iniciar la empresa que os aconsejan, pues quizás esos
consejeros os lo dicen porque saben que, una vez metido en ese asunto,
por fuerza habréis de hacer lo que ellos quieran y seguir su voluntad,
mientras que ahora que estáis en paz, siguen ellos la vuestra. Y quizás
piensan que de este modo podrán medrar ellos, lo que no conseguirían
mientras vos viváis en paz, y os sucedería lo que al genovés con su
alma; por eso prefiero aconsejaros que, mientras podáis vivir con
tranquilidad y sosiego, sin que os falte nada, no os metáis en una
empresa donde tengáis que arriesgarlo todo.
Al conde le agradó mucho este consejo que le dio Patronio, obró según él
y obtuvo muy buenos resultados.
Y cuando don Juan oyó este cuento, lo consideró bueno, pero no quiso
hacer otra vez versos, sino que lo terminó con este refrán muy extendido
entre las viejas de Castilla:
El que esté bien sentado, no se levante.
Cuento V
Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en
el pico
Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a
entender que yo tenía mucho poder y muy buenas cualidades. Después de
tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me pareció muy
provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y,
aunque parecía efectivamente de mucho interés, Patronio descubrió que
pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y
así os dice que vuestro poder y vuestro estado son mayores de lo que en
realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me
gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
Y el conde le preguntó lo ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un gran
pedazo de queso y se subió a un árbol para comérselo con tranquilidad,
sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la
zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma
de quitárselo. Con ese fin le dijo:
»-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra
nobleza y de vuestra gallardía, pero aunque os he buscado por todas
partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora
que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que
veáis que no trato de lisonjearos, no sólo os diré vuestras buenas
prendas, sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que,
como el color de vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como
el negro no es tan bonito como otros colores, el ser vos tan negro os
hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas
son negras, tienen un tono azulado, como las del pavo real, que es la
más bella de las aves. Y pues -47- vuestros ojos son para ver, como el
negro hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos
alaban los ojos de la gacela, que los tiene más oscuros que ningún
animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes que los de
ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que voláis
con tal ligereza que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte,
cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y
así creo que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos,
tan perfecto en todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las
aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros y he podido
comprobar que sois más bello de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de
oír vuestro canto.
»Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era
engañar al cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así, estad
seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y
perjuicios.
»Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad
cuanto decía, creyó que no lo engañaba y, pensando que era su amiga, no
sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por
sus palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la
zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso a tierra, lo cogió la zorra y
escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa
amiga, que le hizo creerse más hermoso y más perfecto de lo que
realmente era.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos
bienes, aquel hombre os quiere convencer de que vuestro poder y estado
aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros. Y, por
tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su
buen consejo evitó que lo engañaran.
Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este
libro e hizo estos versos, que resumen la moraleja. Estos son los
versos:
Quien te encuentra bellezas que no tienes,
siempre busca quitarte algunos bienes.
Cuento VI
Lo que sucedió a la golondrina con los otros pájaros cuando vio sembrar
el lino
Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, me han asegurado que unos nobles, que son vecinos míos y
mucho más fuertes que yo, se están juntando contra mí y, con malas
artes, buscan la manera de hacerme daño; yo no lo creo ni tengo miedo,
pero, como confío en vos, quiero pediros que me aconsejéis si debo estar
preparado contra ellos.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio- para que podáis hacer lo que en
este asunto me parece más conveniente, me gustaría mucho que supierais
lo que sucedió a la golondrina con las demás aves.
El conde le preguntó qué había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio- la golondrina vio que un hombre
sembraba lino y, guiada por su buen juicio, pensó que, cuando el lino
creciera, los hombres podrían hacer con él redes y lazos para cazar a
los pájaros. Inmediatamente se dirigió a estos, los reunió y les dijo
que los hombres habían plantado lino y que, si llegara a crecer, debían
estar seguros de los peligros y daños que ello suponía. Por eso les
aconsejó ir a los campos de lino y arrancarlo antes de que naciese. Les
hizo esa propuesta porque es más fácil atacar los males en su raíz, pero
después es mucho más difícil. Sin embargo, las demás aves no le dieron
ninguna importancia y no quisieron arrancar la simiente. La golondrina
les insistió muchas veces para que lo hicieran, hasta que vio cómo los
pájaros no se daban cuenta del peligro ni les preocupaba; pero, mientras
tanto, el lino seguía encañando y las aves ya no podían arrancarlo con
sus picos y patas. Cuando los pájaros vieron que el lino estaba ya muy
crecido y que no podían reparar el daño que se les avecinaba, se
arrepintieron por no haberle puesto remedio antes, aunque sus
lamentaciones fueron inútiles pues ya no podían evitar su mal.
»Antes de esto que os he contado, viendo la golondrina que los demás
pájaros no querían remediar el peligro que los amenazaba, habló con los
-49- hombres, se puso bajo su protección y ganó tranquilidad y seguridad
para sí y para su especie. Desde entonces las golondrinas viven seguras
y sin daño entre los hombres, que no las persiguen. A las demás aves,
que no supieron prevenir el peligro, las acosan y cazan todos los días
con redes y lazos.
»Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis evitar el daño que os amenaza,
estad precavido y tomad precauciones antes de que sea ya demasiado
tarde: pues no es prudente el que ve las cosas cuando ya suceden o han
ocurrido, sino quien por un simple indicio descubre el peligro que corre
y pone soluciones para evitarlo.
Al conde le agradó mucho este consejo, actuó de acuerdo con él y le fue
muy bien.
Como don Juan vio que este era un buen cuento, lo mandó poner en este
libro e hizo unos versos que dicen así:
Los males al comienzo debemos arrancar,
porque una vez crecidos, ¿quién los atajará?
Cuento VII
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana
Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la
forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con
la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y
provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que
al final serán muy grandes.
Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio,
contestó al conde:
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las
realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de
ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
El conde le preguntó lo que le había pasado a esta.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña
Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado,
llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino,
empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen,
compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que
luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y
así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio
más rica que ninguna de sus vecinas.
»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e
hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó
también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener
tantos bienes aunque había nacido muy pobre.
»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena
suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó
al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla
rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse
muy amargamente -51- porque había perdido todas las riquezas que
esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda
su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y
deseaba tanto.
»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean
realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y
no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis
iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os
pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la
imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo
con la historia y, así, le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y
compuso estos versos:
En realidades ciertas os podéis confiar,
mas de las fantasías os debéis alejar.
Cuento VIII
Lo que sucedió a un hombre al que tenían que limpiarle el hígado
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Ahora estoy necesitado de dinero, aunque Dios me ha hecho venturoso
otras muchas veces. Creo que tendré que vender una de mis tierras,
aquella por la que más cariño siento, aunque, si lo hago, me resultará
muy doloroso, o bien tendré que hacer otra cosa que me dolerá tanto como
la anterior. Tengo que hacerlo para salir del agobio y de la penuria en
que estoy, pues, aunque me ven así, y a pesar de que no lo necesitan
verdaderamente, vienen a mí muchas gentes a pedirme un dinero que tantos
sacrificios me va a costar. Por el buen juicio que Dios ha puesto en
vos, os ruego que me digáis lo que debo hacer en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio- me parece que os ocurre a vos con
esa gente lo que le pasó a un hombre que estaba muy enfermo.
Y el conde le rogó que le contara lo acaecido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un hombre que estaba muy
enfermo, al cual dijeron los médicos que no podría curarse si no le
hacían una abertura en el costado para sacarle el hígado y lavarlo con
unas medicinas. Mientras lo estaban operando, el cirujano tenía el
hígado en las manos y, de pronto, un hombre que estaba cerca comenzó a
pedirle un trozo de aquel hígado para su gato.
»Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis perjudicaros para conseguir un
dinero que después vais a dar a quienes no lo necesitan, podréis hacerlo
por vuestro capricho, pero nunca por mi consejo.
Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, siguió sus consejos y le
fue muy bien.
Y como don Juan vio que este cuento era bueno, lo hizo poner en este
libro y escribió unos versos que dicen así:
Si no te piensas bien a quién debes prestar,
sólo muy graves daños te podrán aguardar.
Cuento IX
Lo que sucedió a los dos caballos con el león
Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le dijo:
-Patronio, desde hace mucho tiempo tengo un enemigo que me ha hecho
mucho daño y yo a él, de modo que por obras y pensamientos estamos muy
enemistados. Y ahora sucede que otro caballero, más poderoso que
nosotros dos, está haciendo algunas cosas de las que ambos tememos que
nos pueda venir mucho daño. Mi enemigo me ha sugerido que nos unamos y
preparemos nuestra defensa contra el que desea atacarnos, pues si los
dos estamos unidos le haremos frente con facilidad; pero si uno abandona
al otro, cualquiera de nosotros que vaya contra aquel caballero no podrá
vencerlo y, cuando uno de los dos sea derrotado, el que sobreviva será
vencido aún más fácilmente. Por eso tengo serias dudas en este asunto,
pues si hacemos las paces habremos de fiarnos el uno del otro, por lo
cual, si aquel enemigo mío me quiere engañar y si yo estuviese en sus
manos, mi vida correría peligro; pero por otra parte, si no nos unimos
como me sugiere, nos puede venir mucho daño, tal como os he dicho. Por
la confianza que tengo en vos y por vuestro buen juicio, os ruego que me
deis consejo para obrar como mejor deba.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, la cosa es importante y al mismo
tiempo peligrosa. Para que mejor sepáis lo que debéis hacer, me gustaría
contaros lo que ocurrió en Túnez a dos caballeros que vivían con el
infante don Enrique.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -comenzó Patronio-, dos caballeros que estaban en Túnez con
el infante don Enrique eran muy amigos y vivían juntos. Estos dos
caballeros no tenían sino un caballo cada uno, y mientras ellos se
estimaban y respetaban, sus caballos se tenían un odio feroz. Como los
caballeros no eran tan ricos que pudieran pagar estancias distintas, y
por la malquerencia de sus caballos no podían compartirlas, llevaban una
vida muy enojosa. Cuando pasó cierto tiempo y vieron que no había
solución, se -55- lo contaron al infante don Enrique y le pidieron como
favor que echara aquellos caballos a un león que tenía el rey de Túnez.
»Don Enrique habló con el rey de Túnez, que les pagó muy bien los
caballos y los mandó meter en el patio donde estaba el león. Al verse
los caballos juntos en aquel lugar, antes de que el león saliese de su
jaula empezaron a pelear con mucha ira. Estando en lo más violento de su
pelea, abrieron la jaula del león y, cuando los caballos lo vieron
suelto por el patio, se echaron a temblar y se fueron acercando el uno
al otro. Cuando estuvieron juntos, se quedaron así un rato y luego se
lanzaron los dos contra el león, al que atacaron con cascos y dientes de
modo tan violento que hubo de buscar refugio en su jaula. Los dos
caballos quedaron sin daño, porque el león no pudo herirlos ni siquiera
levemente y, después de esto, los dos caballos se hicieron tan amigos
que comían en el mismo pesebre y dormían juntos en la misma cuadra,
aunque era muy pequeña. Esta amistad nació entre ellos por el miedo que
les produjo la presencia del león.
»Vos, señor Conde Lucanor, si creéis que vuestro enemigo tiene tanto
miedo del otro porque le puede causar mucho daño y os necesita tanto a
vos que forzosamente ha de olvidar vuestras antiguas rencillas, pues
piensa que sin vos no puede defenderse, creo que, del mismo modo que los
caballos se fueron acercando poco a poco hasta perder el recelo mutuo y
estuvieron bien seguros el uno del otro, así vos debéis confiar poco a
poco en vuestro antiguo enemigo. Y si siempre encontráis en él buenas
obras y fidelidad, de modo que estéis seguro de que nunca os hará daño,
por muy bien que vayan sus cosas, entonces haréis bien y os será muy
útil ir en su ayuda para que no os destruya ni conquiste aquel otro
enemigo; pues en muchas ocasiones debemos soportar, perdonar y auxiliar
a nuestros parientes y vecinos para que nos defiendan contra los
extraños. Pero si viereis que vuestro enemigo es de tal condición que,
desde que le hayáis ayudado y sacado del peligro, al tener sus tierras a
salvo, se levantará contra vos y no podréis confiar en él, no sería muy
sensato que le ayudarais sino que debéis apartaros de él cuanto podáis,
porque habréis comprobado que, aunque estaba él en un trance muy
apurado, no quiso olvidar su antiguo recelo contra vos, sino que
esperaba el momento oportuno de causar vuestro daño, con lo cual queda
bien patente que no deberéis ayudarle a salir del peligro en que ahora
se encuentra.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo, pues comprendió que le
daba un buen consejo.
-56-
Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en
este libro e hizo los versos que dicen así:
Estando vuestras tierras protegidas de daño,
evitad las argucias que urden los extraños.
Cuento X
Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento
comía altramuces
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:
-Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo
no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades
son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza
que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún consejo
para evitar esta congoja.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que encontréis consuelo
cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos
hombres que fueron muy ricos.
El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal
extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de
mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino
una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido
y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única
comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso
a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos
y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de
sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas
caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le
seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado
al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había
sido rico.
»Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por
qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había
sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta
hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de
altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces
se tuvo por consolado, -58- pues comprendió que había otros más pobres
que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este consuelo,
luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra
vez volvió a ser rico.
»Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el
mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido
que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido
propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o
estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que
otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se
sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos
de lo que vos lo hacéis con los vuestros.
Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su
esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se
encontraba.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó poner en este
libro e hizo los versos que dicen así:
Por padecer pobreza nunca os desaniméis,
porque otros más pobres un día encontraréis.
Cuento XI
Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente:
-Patronio, un hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que
me necesitaba, prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más
provechoso y de mayor honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude.
Sin haber logrado aún lo que pretendía, pero pensando él que el asunto
estaba ya solucionado, le pedí que me ayudara en una cosa que me
convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle su ayuda, y
nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le pedí.
Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no
le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia,
os ruego que me aconsejéis lo que deba hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que en este asunto hagáis lo que se
debe, mucho me gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de
Santiago con don Illán, el mago que vivía en Toledo.
El conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba
aprender el arte de la nigromancia y, como oyó decir que don Illán de
Toledo era el que más sabía en aquella época, se marchó a Toledo para
aprender con él aquella ciencia. Cuando llegó a Toledo, se dirigió a
casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una cámara muy apartada.
Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con mucha cortesía
y le dijo que no quería que le contase los motivos de su venida hasta
que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo acomodó muy bien,
le dio todo lo necesario y le hizo saber que se alegraba mucho con su
venida.
»Después de comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón de
su llegada, rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara
aquella ciencia, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le
dijo que si ya era deán y persona muy respetada, podría alcanzar más
altas dignidades -60- en la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho,
cuando consiguen todo lo que deseaban, suelen olvidar rápidamente los
favores que han recibido, por lo que recelaba que, cuando hubiese
aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer lo que ahora le
prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad que
alcanzara, no haría sino lo que él le mandase.
»Hablando de este y otros temas estuvieron desde que acabaron de comer
hasta que se hizo la hora de la cena. Cuando ya se pusieron de acuerdo,
dijo el mago al deán que aquella ciencia sólo se podía enseñar en un
lugar muy apartado y que por la noche le mostraría dónde había de
retirarse hasta que la aprendiera. Luego, cogiéndolo de la mano, lo
llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a una criada, a la
que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las
asara hasta que él se lo mandase.
»Después llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra
muy bien labrada y tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que
pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una
estancia muy amplia, así como un salón muy adornado, donde estaban los
libros y la sala de estudio en la que permanecerían. Una vez sentados, y
mientras ellos pensaban con qué libros habrían de comenzar, entraron dos
hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío el arzobispo
en la que le comunicaba que estaba enfermo y que rápidamente fuese a
verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta noticia le
causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío sino también
porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios apenas iniciados.
Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta a su tío, como
respuesta a la que había recibido.
»Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una
carta para el deán en la que se le comunicaba la muerte de su tío el
arzobispo y la reunión que estaban celebrando en la catedral para
buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de Dios;
y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que lo
eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no presente
en la catedral.
»Y después de siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien
vestidos, con armas y caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la
mano y le enseñaron las cartas donde le decían que había sido elegido
arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le
dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias
estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan alta dignidad,
le rogaba que concediese su -61- vacante como deán a un hijo suyo. El
nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le permitiera otorgar el
deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su hijo.
Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago. Don Illán
dijo que lo haría así.
»Marcharon, pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y
solemnidad. Cuando vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día enviados
del papa con una carta para el arzobispo en la que le concedía el
obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a
quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido
de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo,
pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un tío suyo,
hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se
sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El
arzobispo volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo
lo acompañasen a Tolosa.
»Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y por
la nobleza de aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los
cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba
cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien
quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le dijo que, como tantas
veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más excusas para
dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que
consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su
madre, fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que
lo acompañara a Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó
mucho, pero accedió al ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia la
corte romana.
»Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y
por la ciudad entera, donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán seguía
rogando casi a diario al cardenal para que diese algún beneficio
eclesiástico a su hijo, cosa que el cardenal excusaba.
»Murió el papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este
cardenal del que os hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le
dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que le había
prometido tanto tiempo atrás, contestándole el papa que no le apremiara
tanto pues siempre habría tiempo y forma de favorecerle. Don Illán
empezó a quejarse con amargura, recordándole también las promesas que le
había hecho y que nunca había cumplido, y también le dijo que ya se lo
esperaba desde la primera -62- vez que hablaron; y que, pues había
alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar ningún privilegio, ya
no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó hablar así a
don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le
haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el
papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había
practicado la magia durante toda su vida.
»Al ver don Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de
cuanto había hecho, se despidió de él, que ni siquiera le quiso dar
comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa que, como no
tenía nada para comer, habría de echar mano a las perdices que había
mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a su criada y le mandó
que asase las perdices.
»Cuando don Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán de
Santiago, tal y como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su
vergüenza que no supo qué decir para disculparse. Don Illán lo miró y le
dijo que bien podía marcharse, pues ya había comprobado lo que podía
esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo invitase
a comer.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto
habéis ayudado no os lo agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir
ayudándole, pues podéis esperar el mismo trato que recibió don Illán de
aquel deán de Santiago.
El conde pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy
bien.
Y como comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en
este libro e hizo los versos, que dicen así:
Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis,
menos apoyo os dará cuando lo necesitéis.
Cuento XII
Lo que sucedió a la zorra con un gallo
Una vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este
modo: Patronio, sabéis que, gracias a Dios, mis señoríos son grandes,
pero no están todos juntos. Aunque tengo tierras muy bien defendidas,
otras no lo están tanto y otras están muy lejos de las tierras donde mi
poder es mayor. Cuando me encuentro en guerra con mis señores, los
reyes, o con vecinos más poderosos que yo, muchos que se llaman mis
amigos y algunos que me quieren aconsejar me atemorizan y asustan,
aconsejándome que de ningún modo esté en mis señoríos más apartados,
sino que me refugie en los que tienen mejores baluartes, defensas y
bastiones, que están en el centro de mis tierras. Como os sé muy leal y
muy entendido en estos asuntos, os pido vuestro consejo para hacer ahora
lo más conveniente.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, en asuntos graves y problemáticos
es muy arriesgado dar un consejo, pues muchas veces podemos
equivocarnos, al no estar seguros de cómo terminarán las cosas. Con
frecuencia vemos que, pensando una cosa, sale después otra muy distinta,
porque lo que tememos que salga mal, sale luego bien, y lo que creíamos
que saldría bien, luego resulta mal; por ello, si el consejero es hombre
leal y de justa intención, cuando ha de dar un consejo se siente en
grave apuro y, si no sale bien, queda el consejero humillado y
desacreditado. Por cuanto os digo, señor conde, me gustaría evitarme el
aconsejaros, pues se trata de una situación muy delicada y peligrosa,
pero como queréis que sea yo quien os aconseje, y no puedo negarme, me
gustaría mucho contaros lo que sucedió a un gallo con una zorra.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un buen hombre que tenía una casa en
la montaña y que criaba muchas gallinas y gallos, además de otros
animales. Sucedió que un día uno de sus gallos se alejó de la casa y se
adentró en el campo, sin pensar en el peligro que podía correr, cuando
lo vio la zorra, -65- que se le fue acercando muy sigilosamente para
matarlo. Al verla, el gallo se subió a un árbol que estaba un poco
alejado de los otros. Viendo la zorra que el gallo estaba fuera de su
alcance, tomó gran pesar porque se le había escapado y empezó a pensar
cómo podía cogerlo. Fue derecha al árbol y comenzó a halagar al gallo,
rogándole que bajase y siguiera su paseo por el campo; pero el gallo no
se dejó convencer. Viendo la zorra que con halagos no conseguiría nada,
empezó a amenazar diciéndole que, pues no se fiaba de ella, ya le
buscaría motivos para arrepentirse. Mas como el gallo se sentía a salvo,
no hacía caso de sus amenazas ni de sus halagos.
»Cuando la zorra comprendió que no podría engañarlo con estas tretas, se
fue al árbol y se puso a roer su corteza con los dientes, dando grandes
golpes con la cola en el tronco. El infeliz del gallo se atemorizó sin
razón y, sin pensar que aquella amenaza de la zorra nunca podría hacerle
daño, se llenó de miedo y quiso huir hacia los otros árboles donde
esperaba encontrarse más seguro y, pues no podía llegar a la cima de la
montaña, voló a otro árbol. Al ver la zorra que sin motivo se asustaba,
empezó a perseguirlo de árbol en árbol, hasta que consiguió cogerlo y
comérselo.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues con tanta frecuencia os veis implicado
en guerras que no podéis evitar, no os atemoricéis sin motivo ni temáis
las amenazas o los dichos de nadie, pero tampoco debéis confiar en
alguien que pueda haceros daño, sino esforzaos siempre por defender
vuestras tierras más apartadas, que un hombre como vos, teniendo buenos
soldados y alimentos, no corre peligro, aunque el lugar no esté muy bien
fortificado. Y si por un miedo injustificado abandonáis los puestos más
avanzados de vuestro señorío, estad seguro de que os irán quitando los
otros hasta dejaros sin tierra; porque como demostréis miedo o
debilidad, abandonando alguna de vuestras tierras, mayor empeño pondrán
vuestros enemigos en quitaros las que todavía os queden. Además, si vos
y los vuestros os mostráis débiles ante unos enemigos cada vez más
envalentonados, llegará un momento en que os lo quiten todo; sin
embargo, si defendéis bien lo primero, estaréis seguro, como lo habría
estado el gallo si hubiera permanecido en el primer árbol. Por eso
pienso que este cuento del gallo deberían saberlo todos los que tienen
castillos y fortalezas a su cargo, para no dejarse atemorizar con
amenazas o con engaños, ni con fosos ni con torres de madera, ni con
otras armas parecidas que sólo sirven para infundir temor a los
sitiados. Aún os añadiré otra cosa para que veáis que sólo os digo la
-66- verdad: jamás puede conquistarse una fortaleza sino escalando sus
muros o minándolos, pero si el muro es alto las escaleras no sirven de
nada. Y para minar unas murallas hace falta mucho tiempo. Y así, todas
las fortalezas que se toman es porque a los sitiados les falta algo o
porque sienten miedo sin motivo justificado. Por eso creo, señor conde,
que los nobles como vos, e incluso quienes son menos poderosos, deben
mirar bien qué acción defensiva emprenden, y llevarla a cabo sólo cuando
no puedan evitarla o excusarla. Mas, iniciada la empresa, no debéis
atemorizaros por nada del mundo, aunque haya motivos para ello, porque
es bien sabido que, de quienes están en peligro, escapan mejor los que
se defienden que los que huyen. Pensad, por último, que si un perrillo
al que quiere matar un poderoso alano se queda quieto y le enseña los
dientes, podrá escapar muchas veces, pero si huye, aunque sea un perro
muy grande, será cogido y muerto enseguida.
Al conde le agradó mucho todo esto que Patronio le contó, obró según sus
consejos y le fue muy bien.
Y como don Juan pensó que este era un buen cuento, lo mandó poner en
este libro e hizo unos versos que dicen así:
No sientas miedo nunca sin razón
y defiéndete bien, como un varón.
Cuento XIII
Lo que sucedió a un hombre que cazaba perdices
Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero,
y le dijo:
-Patronio, algunos nobles muy poderosos y otros que lo son menos, a
veces, hacen daño a mis tierras o a mis vasallos, pero, cuando nos
encontramos, se excusan por ello, diciéndome que lo hicieron obligados
por la necesidad, sintiéndolo muchísimo y sin poder evitarlo. Como yo
quisiera saber lo que debo hacer en tales circunstancias, os ruego que
me deis vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, lo que me habéis contado, y sobre
lo cual me pedís consejo, se parece mucho a lo que ocurrió a un hombre
que cazaba perdices.
El conde le pidió que se lo contase.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que tendió sus redes para
cazar perdices y, cuando ya había cobrado bastantes, el cazador volvió
junto a la red donde estaban sus presas. A medida que las iba cogiendo,
las sacaba de la red y las mataba y, mientras esto hacía, el viento, que
le daba de lleno en los ojos, le hacía llorar. Al ver esto, una de las
perdices, que estaba dentro de la malla, comenzó a decir a sus
compañeras:
»-¡Mirad, amigas, lo que le pasa a este hombre! ¡Aunque nos está
matando, mirad cómo siente nuestra muerte y por eso llora!
»Pero otra perdiz que estaba revoloteando por allí, que por ser más
vieja y más sabia que la otra no había caído en la red, le respondió:
»-Amiga, doy gracias a Dios porque me he salvado de la red y ahora le
pido que nos salve a todas mis amigas y a mí de un hombre que busca
nuestra muerte, aunque dé a entender con lágrimas que lo siente mucho.
»Vos, señor Conde Lucanor, evitad siempre al que os hace daño, aunque os
dé a entender que lo siente mucho; pero si alguno os perjudica, no
buscando vuestra deshonra, y el daño no es muy grave para vos, si se
trata de una persona a la que estéis agradecido, que además lo ha hecho
forzada -68- por las circunstancias, os aconsejo que no le concedáis
demasiada importancia, aunque debéis procurar que no se repita tan
frecuentemente que llegue a dañar vuestro buen nombre o vuestros
intereses. Pero si os perjudica voluntariamente, romped con él para que
vuestros bienes y vuestra fama no se vean lesionados o perjudicados.
El conde vio que este era un buen consejo que Patronio le daba, lo
siguió y todo le fue bien.
Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro
e hizo estos versos:
A quien te haga mal, aunque sea a su pesar,
busca siempre la forma de poderlo alejar.
Cuento XIV
Milagro que hizo Santo Domingo cuando predicó en el entierro de un
comerciante
Otro día, hablando de sus asuntos el Conde Lucanor con Patronio, le
dijo:
-Patronio, algunos me aconsejan que reúna la mayor cantidad posible de
dinero, y aun me dicen que esto me conviene más que ninguna otra cosa.
Por eso os ruego que me deis vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor conde -dijo Patronio-, aunque a los grandes señores os sea
necesario tener dinero en muchas ocasiones y, sobre todo, para que nunca
incumpláis vuestros deberes por su falta, no por eso podéis pensar en
reunir sólo dinero, abandonando otras obligaciones que tenéis con
vuestros vasallos, así como las propias de vuestro estado y dignidad,
pues si actuarais de ese modo podría sucederos lo que a un lombardo que
vivió en Bolonia.
El conde le preguntó qué le había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio-, había en Bolonia un lombardo que acumuló
grandes riquezas sin mirar nunca su procedencia, pues sólo buscaba
acrecentarlas día a día. El lombardo enfermó muy gravemente, y uno de
sus amigos, cuando lo vio tan próximo a la muerte, le pidió que se
confesara con santo Domingo, que a la sazón estaba en Bolonia. El
lombardo accedió a confesarse.
»Pero cuando llamaron al santo, este vio que era voluntad del Señor que
aquel mal hombre sufriese las penas que merecían sus culpas y, por eso,
no fue, sino que mandó un fraile para confesarlo. Cuando los hijos del
comerciante supieron que se había hecho llamar a santo Domingo, se
entristecieron, pensando que el buen santo mandaría a su padre devolver
todos sus bienes a cambio de la salvación de su alma, por lo que de esta
forma quedarían ellos en la miseria. Así, al llegar el fraile, le
dijeron que su padre estaba con sudores y que lo llamarían cuando
estuviera un poco mejor.
»Al poco, el padre perdió el habla y murió sin poder hacerlo más preciso
para la salvación de su alma. Cuando al otro día lo llevaron a enterrar,
pidieron a santo Domingo que predicase en la ceremonia. Así lo hizo el
-70- santo, pero, cuando hubo de hablar sobre el difunto, citó estas
palabras del evangelio que dicen: «Ubi est thesaurus tuus, ibi est cor
tuum», que significan en romance: «Donde está tu tesoro, allí está tu
corazón». Dicho esto, se dirigió a los presentes con estas palabras:
»-Hermanos, para que veáis que el evangelio dice siempre la verdad,
buscad el corazón de este hombre ya fallecido, aunque os afamo que no
podréis encontrarlo dentro del cuerpo sino en el arca donde guardaba su
tesoro.
»Empezaron a buscarle el corazón en el cuerpo, pero no lo encontraron
allí, sino en el arca, como había asegurado el santo. El corazón estaba
lleno de gusanos y olía peor que la cosa más podrida y hedionda del
mundo.
»Y vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero, como antes os he dicho,
es bueno, procurad siempre dos cosas: conseguirlo por medios lícitos y
honrados, y no desearlo tanto que os veáis obligado a hacer lo que no os
convenga o que vaya en perjuicio de vuestra honra o de vuestros deberes;
porque antes debéis intentar reunir un tesoro de buenas obras para
lograr clemencia ante Dios y buena fama ante el mundo.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio y obró según
él y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo hizo poner en este
libro y compuso estos versos:
Amarás sobre todo el tesoro verdadero,
despreciarás, en fin, el bien perecedero.
Cuento XV
Lo que sucedió a don Lorenzo Suárez en el sitio de Sevilla
Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este
modo:
-Patronio, cierta vez tuve como enemigo a un rey muy poderoso, y, cuando
la guerra ya había durado mucho, vimos que nos era más conveniente
firmar un pacto. Aunque ahora nos consideramos aliados y no existen
conflictos entre nosotros, siempre recelamos el uno del otro. Además,
gente de su bando e incluso del mío me llenan de temor, pues dicen que
aquel rey busca una excusa para atacarme. Por vuestra lealtad y buen
entendimiento, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este
caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, este es un consejo muy delicado
por varias razones, pues cualquiera que busque poneros en un apuro lo
podrá hacer muy fácilmente, porque aunque os dé a entender que intenta
serviros, avisaros del peligro y poneros en guardia contra él, aunque
parezca sentir vuestro daño, siempre podrá haceros sospechar de vuestro
aliado. Y con esa sospecha, habréis de tomar tales medidas que serán el
comienzo de una nueva guerra, sin que ninguno de vuestros consejeros
pueda ser culpado, pues el que os diga que no os preocupéis por los
riesgos del combate demuestra muy poca preocupación por vuestra vida; el
que os diga que no reforcéis vuestros baluartes ni los abastezcáis de
alimentos, hombres y armas, demuestra poco interés por vuestros
señoríos; y el que os diga que no os protejáis con amigos y vasallos,
que estén bien atendidos y contentos con vos, demuestra importarle muy
poco vuestra honra y vuestra protección. Sabed, además, que es muy
peligroso no hacer estas cosas, pero si se hacen pueden ser el inicio de
nuevos alborotos y desórdenes. Con todo, como me pedís mi opinión sobre
este asunto tan delicado, me gustaría que supierais lo que le sucedió a
un buen caballero.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, cuando el santo y bienaventurado rey -72-
don Fernando tenía sitiada Sevilla, contaba con muchos y valientes
caballeros, entre los que estaban los tres más diestros en el manejo de
las armas: uno era don Lorenzo Suárez Gallinato, el otro don García
Pérez de Vargas y del tercero no recuerdo su nombre. Los tres
discutieron un día sobre quién de ellos era el mejor y más hábil. Como
no llegaron a un acuerdo, decidieron armarse muy bien los tres y llegar
a las murallas de Sevilla para golpear con sus lanzas las puertas de la
ciudad.
»Al día siguiente, por la mañana, los tres se pusieron sus armaduras y
se dirigieron a la ciudad. Cuando los moros que vigilaban murallas y
torres vieron que sólo se trataba de tres caballeros cristianos,
pensaron que serían mensajeros y ninguno les atacó, por lo cual los tres
caballeros pasaron el puente, la barbacana, llegaron a las puertas de la
ciudad y las golpearon con la punta de sus lanzas. Hecho esto, volvieron
las riendas y regresaron junto al ejército.
»Al ver los moros que no traían ningún mensaje, se sintieron humillados
y quisieron salir tras ellos; pero, al abrir los musulmanes las puertas
de la muralla, los tres caballeros, que se volvían despacio, estaban ya
bastante lejanos. De la ciudad salieron en su persecución más de mil
quinientos jinetes, así como más de veinte mil infantes. Cuando los tres
caballeros vieron que eran perseguidos, volvieron sus caballos contra
sus enemigos y los esperaron. Al acercarse más los moros, aquel
caballero, cuyo nombre he olvidado, se lanzó contra ellos y empezó a
luchar valientemente, mientras que don Lorenzo Suárez y don García Pérez
estaban sin intervenir; al aproximarse más los moros, don García Pérez
de Vargas se les enfrentó, mientras que don Lorenzo Suárez seguía sin
combatir, cosa que sólo hizo cuando los moros lo atacaron, pero entonces
se metió entre sus enemigos y comenzó a hacer cosas sorprendentes y
heroicas con sus armas.
»Cuando desde el campamento vieron a los tres caballeros enfrentarse a
los moros, salieron en su ayuda. Aunque los tres pasaron momentos muy
peligrosos y recibieron numerosas heridas, Dios no quiso que muriera
ninguno de ellos. Tan grande fue la batalla entre moros y cristianos que
el rey don Fernando hubo de ponerse al frente de su ejército, que
resultó vencedor. Cuando el rey volvió a su tienda, mandó prender a los
tres caballeros diciendo que merecían la muerte por haber cometido tal
locura, pues hicieron que el ejército entrase en combate sin orden del
rey y arriesgaron la vida propia inútilmente. Pero luego, ante las
súplicas de los más ilustres capitanes, el rey mandó soltar a los tres
que os he dicho.
-73-
»Al saber el monarca la discusión que habían mantenido y sus
consecuencias, convocó a los más nobles caballeros para decidir quién
había sido el más valiente. Una vez reunidos, mantuvieron una fuerte
polémica, pues unos decían que había demostrado mayor arrojo el que
atacó a los moros el primero, otros que el segundo y otros lo decían del
tercero. Cada uno defendía sus opiniones con tales argumentos que todos
parecían tener razón. Y, en verdad, tan heroicamente se habían portado
que cualquiera podría ser tenido como el más valiente; pero al acabar la
discusión acordaron lo siguiente: si, en caso de que hubieren sido
menos, los moros que les habían atacado hubieran podido ser vencidos
sólo por el valor y el esfuerzo de los tres caballeros, el primero en
enfrentarse a ellos sería el mejor, pues comenzó algo que podría ser
acabado; pero si los enemigos eran tan numerosos que ellos tres no
podían, el primero en atacarlos no lo hizo impulsado por su valor, sino
porque la vergüenza le impedía abandonar el campo y huir, mas como la
huida era imposible, la falta de serenidad ante un miedo muy intenso le
hizo comenzar su ataque. Al segundo en atacar, que supo dominar su miedo
más tiempo, lo consideraron más valiente. Mas a don Lorenzo Suárez, que
en ningún momento se dejó dominar por el miedo y esperó a que los moros
le atacaran, lo creyeron el más valiente de los tres.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues veis que os intentan atemorizar y que
esa guerra sería de tal violencia que una vez iniciada no podríais
acabarla, tened por cierto que, cuanto más dominéis vuestro miedo,
mayores muestras de valor y de buen juicio daréis: porque, como tenéis
lo vuestro seguro y no os pueden hacer mucho daño por sorpresa, os
aconsejo que no perdáis la serenidad. Como tampoco pueden causaros grave
daño, esperad que os ataquen y entonces veréis que sólo se trata de
temores infundados, producto de quienes buscan vivir y hacer vivir en la
confusión. Pensad también, señor conde, que tanto esos amigos vuestros
como los de aquel poderoso señor no desean la paz ni la guerra, para la
cual carecen de recursos, sino solamente el alboroto y el desorden,
durante los cuales puedan robar y atacar vuestras tierras y coaccionaros
a vos y a los vuestros para quitaros lo que tenéis y lo que no tenéis,
pues no temerán que los castiguéis por cuanto mal os hagan. Por lo cual,
aunque vuestros enemigos urdan o hagan algo contra vos, al quedar ellos
como culpables de la nueva contienda, conseguiréis doble triunfo:
primero, porque Dios estará con vos, y su ayuda es muy necesaria en
tales cosas; segundo, porque todo el mundo verá que -74- tenéis razón al
obrar así. Además, si no hacéis lo que no debéis, acaso no se levante el
otro contra vos, viviréis en paz y haréis servicio a Dios y beneficio a
los buenos, sin buscar vuestro daño por complacer a quienes os desean
perjudicar, a los cuales tampoco les importaría el mal que pudieran
causar a vuestra vida o hacienda.
Al conde le gustó mucho este consejo que le dio Patronio, siguió sus
enseñanzas y le fue muy bien.
Y como don Juan comprendió que este cuento era muy bueno, lo mandó
escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Movidos por el temor, no decidáis atacar,
que siempre sabe vencer quien siempre sabe esperar.
Cuento XVI
La respuesta que le dio el conde Fernán González a Nuño Laínez, su
pariente
Conde Lucanor hablaba un día con Patronio de este modo:
-Patronio, como bien sabéis, yo ya no soy joven y, además, he pasado
muchos trabajos y dificultades en mi vida. Sinceramente os digo que
ahora querría descansar y dedicarme a la caza, olvidándome de
preocupaciones y tareas más pesadas; como sé que siempre me habéis
aconsejado con mucho acierto, os ruego que me digáis lo que más me
conviene hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, aunque no os falta razón en lo que me
decís, me gustaría que supieseis lo que contestó una vez el conde Fernán
González a Nuño Laínez.
El conde le pidió que le contase lo que entre ellos había ocurrido.
-Señor conde -dijo Patronio-, el conde Fernán González vivía en Burgos,
después de haber luchado muy duramente por defender su tierra. Una vez
que estaba allí más sosegado y en paz, le dijo Nuño Laínez que ya le
convenía alejarse de tantas disputas y contiendas, para descanso suyo y
de sus gentes.
»Le respondió el conde que nadie del mundo desearía tanto como él
descansar y disfrutar de la paz si pudiera, pero bien sabía don Nuño que
estaban en guerra con los moros, con los leoneses y con los navarros,
por lo que, si ellos se dedicaban al ocio, sus contrarios les atacarían
en seguida, y si se marcharan de caza con buenas aves de cetrería,
siguiendo el cauce del Arlanzón, montados en buenas mulas gordas, sin
mantener la defensa de sus tierras, bien lo podrían hacer, pero les
sucedería como dice el antiguo refrán: «Murió el hombre y murió su
nombre». Mas si, por el contrario, queremos olvidar las comodidades y
nos esforzamos por defender este joven reino y acrecentar nuestra honra,
dirán cuando muramos: «Murió el hombre, pero no murió su nombre». Y como
hemos de morir, felices o desgraciados, no me parece que sea bueno dejar
de hacer, por preferir el descanso y los placeres, lo que después de
muertos mantiene viva la buena fama de nuestros hechos y gestas.
-76-
»A vos, señor conde, pues sabéis que habéis de morir, nunca podré
aconsejaros que, por buscar placeres y descanso, dejéis de hacer lo que
corresponde a vuestro estado, para que así, una vez muerto vos, viva
siempre la fama de vuestras grandes empresas.
Al conde le gustó mucho este consejo de Patronio, lo siguió y le fue muy
bien.
Y como don Juan comprendió que se trataba de un cuento muy bueno, lo
mandó escribir en este libro e hizo los versos que dicen así:
Si por descanso y placeres la buena fama perdemos,
al término de la vida deshonrados quedaremos.
Cuento XVII
Lo que sucedió a un hombre con otro que lo convidó a comer
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, ha venido un hombre y me ha dicho que hará una cosa muy
provechosa para mí, pero, al decírmelo, pensé que su ofrecimiento era
tan débil que preferiría él que no lo aceptase. Yo pienso que, por una
parte, me interesaría mucho hacer lo que me sugiere, aunque tengo
reparos para aceptar su oferta, pues creo que me la ha hecho sólo por
cumplir. Como sois de tan buen juicio, os ruego que me digáis lo que os
parece que deba hacer en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis en esto lo que me
parece más favorable para vos, me gustaría mucho que supierais lo que
sucedió a un hombre con otro que le convidó a comer.
El conde le rogó que le contase lo que entre ellos había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un hombre honrado que había
sido muy rico pero se había arruinado totalmente, y le resultaba muy
vergonzoso y humillante pedir ayuda a sus amigos para poder comer. Por
esta razón pasaba muchas veces pobreza y hambre. Un día estaba muy
preocupado, pues no tenía nada para comer, y acertó a pasar por la casa
de un conocido suyo que estaba comiendo; cuando su amigo lo vio pasar,
le dijo por simple cortesía si aceptaba comer con él. El hombre honrado,
movido por tanta necesidad, le dijo, después de lavarse las manos:
»-Con mucho gusto, amigo mío, porque tanto me habéis pedido e insistido
para que coma con vos, que os haría una grave descortesía si rechazara
vuestro amistoso y cálido ofrecimiento.
»Dicho esto se sentó a comer, sació su hambre y quedó más contento. Al
poco, Dios le fue propicio y lo sacó de aquella miseria en que vivía.
»Vos, señor Conde Lucanor, como juzgáis que lo que ese hombre os ofrece
es muy provechoso para vos, simulad que aceptáis por darle gusto, sin
pensar que lo hace por cumplir, y no esperéis a que insista mucho más,
-78- pues podría ser que no os renovara su ofrecimiento y entonces sería
humillante para vos pedirle lo que ahora os ofrece.
El conde lo vio bien y pensó que era un buen consejo, obró según él y le
resultó de gran provecho.
Y viendo don Juan que el cuento era muy útil, lo mandó escribir en este
libro e hizo estos versos:
Cuando tu provecho pudieras encontrar
no debieras hacerte mucho de rogar.
Cuento XVIII
Lo que sucedió a don Pedro Meléndez de Valdés cuando se rompió una
pierna
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, como vos sabéis, estoy en litigio con un señor, vecino mío y
muy poderoso. Ambos hemos acordado ir a una villa y el que primero
llegue se quedará con ella, pero el otro la perderá. Sabéis también que
ya está preparada toda mi gente y que, si yo fuese el primero, con la
ayuda de Dios, estoy seguro de que conseguiría mucha honra y gran
provecho; pero como no estoy muy sano, veo que no puedo hacerlo y por
eso estoy muy preocupado, y, aunque perder esa villa me duele mucho,
sinceramente os digo que para mí será peor que él acreciente su poder y
su honra. Por la confianza que tengo en vos, os ruego que me digáis lo
que en estas circunstancias debo hacer.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aunque tenéis razón al lamentaros,
para que en casos como este hagáis siempre lo mejor, me gustaría que
supierais lo que le sucedió a don Pedro Meléndez de Valdés.
El conde pidió que le contara lo sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, era don Pedro Meléndez de Valdés
un caballero distinguido del reino de León, que, cuando tenía una
contrariedad, siempre decía así: «Bendito sea Dios, pero pues Él lo ha
hecho será por mi bien».
»Y debéis saber que don Pedro Meléndez era consejero del rey de León y
privado suyo, por lo cual sus enemigos, movidos por la envidia, lo
acusaron ante el rey de crímenes tan graves que el monarca decidió
mandarle matar.
»Estando don Pedro Meléndez en su casa, le llegó una orden del rey
mandándole ir a palacio inmediatamente. Sabed que quienes lo habían de
matar lo estaban esperando a media legua de su casa. Cuando don Pedro
Meléndez fue a coger su caballo para ir junto al rey, cayó por una
escalera y se rompió una pierna; por lo cual sus sirvientes y
acompañantes se sintieron muy disgustados y empezaron a echarle en cara
su confianza en Dios, diciéndole:
»-¡Vaya, don Pedro Meléndez! ¡Vos, que decís que lo que Dios hace es
siempre por vuestro bien, tomad el que Dios ahora os envía!
-81-
»Pero él les dijo que estuvieran seguros de que, aunque esta desgracia
les molestara mucho, ya verían como era por su bien, pues Dios la había
mandado. Y por mucho que insistieron, no pudieron cambiar su actitud.
»Los que le esperaban para darle muerte por orden del rey, cuando vieron
que don Pedro no llegaba y se enteraron de lo sucedido, volvieron a
palacio y allí contaron al rey por qué sus órdenes no se habían
cumplido.
»Durante mucho tiempo estuvo don Pedro Meléndez sin poder cabalgar y en
este tiempo supo el rey que las acusaciones contra don Pedro eran
totalmente falsas, por lo cual hizo prender a sus calumniadores. Luego
fue a visitar a don Pedro, le contó las infamias que habían levantado
contra él, su resolución de darle muerte y, finalmente, le pidió perdón
por los errores que había cometido y le concedió nuevos honores y
mercedes para compensarle. Después mandó ejecutar en su presencia a
quienes falsamente habían acusado a don Pedro.
»Y así libró Dios a don Pedro Meléndez de perder la fama y aun la propia
vida, resultando ciertas las palabras que solía decir: «Lo que Dios nos
envía siempre es lo mejor».
»Y vos, señor Conde Lucanor, no os lamentéis por esta contrariedad que
ahora padecéis, pues debéis saber que todo lo que Dios hace es para bien
nuestro, y si así lo creéis Él os ayudará en todo momento. Pero debéis
saber, además, que las cosas que nos suceden son de dos clases: unas las
podemos remediar cuando ocurren; otras no tienen solución alguna. En las
primeras debemos hacer cuanto podamos para hallar una solución, sin
dejarlo todo en las manos de la Providencia o de la suerte, porque esto
sería tentar a Dios, ya que, al tener el hombre entendimiento y razón,
ha de intentar remediar cuantas contrariedades y desdichas le puedan
sobrevenir. Sin embargo, en las cosas en que no es posible poner
remedio, debemos pensar que, al ocurrir por voluntad de Dios, será por
nuestro bien. Como esa enfermedad de la que me habláis es de las cosas
que Dios manda y que no podemos remediar, pensad que, si viene de Él,
será lo mejor que pueda ocurriros, que ya Dios dispondrá que todo salga
como deseáis.
El conde pensó que Patronio le decía la verdad y le daba un buen
consejo, obró así y le fue muy bien.
Y como don Juan vio que este era un buen cuento, lo hizo escribir en
este libro e hizo los versos que dicen así:
No te quejes por lo que Dios hiciere
pues será por tu bien cuando Él quisiere.
Cuento XIX
Lo que sucedió a los cuervos con los búhos
Hablaba otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero,
y le dijo:
-Patronio, estoy en lucha con un enemigo muy poderoso, que tenía en su
casa a un pariente que se había criado con él y a quien había favorecido
muchas veces. Una vez, por una disputa entre ellos, mi enemigo causó
graves daños y deshonró a su pariente que, aunque le estaba muy
obligado, pensando en aquellas ofensas y buscando la forma de vengarse,
desea aliarse conmigo. Creo que me sería hombre muy útil, pues podría
aconsejarme el mejor modo de hacerle daño a mi enemigo, ya que lo conoce
muy bien. Por la gran confianza que me merecéis y por vuestro buen
sentido, os ruego que me aconsejéis el modo de solucionar esta duda.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, lo primero que debo deciros es que
ciertamente este hombre ha venido a vos para engañaros, y, para que
sepáis cómo lo intentará conseguir, me gustaría que supierais lo que
sucedió a los cuervos con los búhos.
El conde le preguntó lo que había sucedido en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, los cuervos y los búhos estaban en
guerra entre sí, pero los cuervos llevaban la peor parte porque los
búhos, que sólo salen de noche y de día permanecen escondidos en lugares
muy ocultos, volaban al amparo de la oscuridad hasta los árboles donde
se cobijaban los cuervos, golpeando o matando a cuantos podían. Como los
cuervos sufrían tanto, uno de ellos muy experimentado, al ver el grave
daño que recibían los suyos, habló con sus parientes los cuervos y
encontró un medio para vengarse de sus enemigos los búhos.
»Este era el medio que pensó y puso en práctica: los cuervos le
arrancaron las plumas, excepto alguna de las alas, por lo que volaba muy
poco y mal. Así, lleno de heridas, se fue con los búhos, a los que contó
el mal y el daño que le habían causado los cuervos porque él no quería
la guerra contra los búhos, por lo cual, si ellos lo aceptaban como
compañero, estaba dispuesto a decirles las mejores maneras para vengarse
de los cuervos y hacerles mucho daño.
»Los búhos, al oírlo, se pusieron contentos porque pensaban que con -83-
este aliado podrían derrotar a sus enemigos los cuervos, con lo cual
empezaron a tratarlo muy bien y le hicieron partícipe de sus planes
secretos y de sus proyectos para la lucha.
»Sin embargo, había entre los búhos uno que era muy viejo y que tenía
mucha experiencia que, cuando se enteró de lo del cuervo, descubrió el
engaño que les preparaba y fue a explicárselo al cabecilla de los búhos,
diciéndole que, con toda seguridad, aquel cuervo se les había unido para
conocer sus planes y preparar su derrota, por lo que debía alejarlo de
allí inmediatamente. Pero este experimentado búho no consiguió que sus
hermanos le hicieran caso, por lo cual, al ver que no lo creían, se
alejó de ellos y se fue a vivir a un lugar donde los cuervos no pudieran
encontrarlo.
»Los búhos, no obstante, siguieron confiando en el cuervo. Cuando le
crecieron otra vez las plumas, dijo a los búhos que, pues ya podía
volar, iría en busca de los cuervos para decirles dónde estaban y, de
esta manera, reunidos todos los búhos, podrían acabar con sus enemigos
los cuervos, cosa que les agradó mucho.
»Al llegar el cuervo donde estaban sus hermanos, se juntaron todos y,
como sabían los planes de los búhos, los atacaron de día, cuando ellos
no vuelan y están tranquilos y sin recelo, y destrozaron y mataron a
tantos búhos que los cuervos quedaron como únicos vencedores.
»Así les sucedió a los búhos, por fiarse del cuervo que es, por
naturaleza enemigo suyo.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues sabéis que este hombre que quiere
aliarse con vos debe vasallaje a vuestro enemigo, por lo cual él y toda
su familia son vuestros enemigos también, os aconsejo que lo apartéis de
vuestra compañía porque es seguro que pretende engañaros y busca vuestro
mal. Pero si él os quiere servir desde fuera de vuestras tierras, de
modo que nunca conozca vuestros planes ni pueda perjudicaros y
verdaderamente hiciera tanto daño a aquel enemigo vuestro que nunca
pudiera hacer las paces con él, entonces podréis confiar en ese pariente
despechado, haciéndolo siempre con cautela para que no os pueda resultar
peligroso.
El conde pensó que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy
provechoso.
Y como don Juan comprendió que se trataba de un cuento muy bueno, lo
mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Al que antes tu enemigo solía ser
ni en nada ni nunca le debes creer.
Cuento XX
Lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro
Un día, hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este
modo:
-Patronio, un hombre ha venido a verme y me ha dicho que puede
proporcionarme muchas riquezas y gran honra, aunque para esto debería yo
darle algún dinero para que comience su labor, que, una vez acabada,
puede reportarme el diez por uno. Por el buen juicio que Dios puso en
vos, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este asunto.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis en esto lo que más os
conviene, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey con un hombre que
le dijo que sabía hacer oro.
El conde le preguntó lo que había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un pícaro que era muy pobre
y ambicionaba ser rico para salir de su pobreza. Aquel pícaro se enteró
de que un rey poco juicioso era muy aficionado a la alquimia, para hacer
oro.
»Por ello, el pícaro tomó cien doblas de oro, las partió en trozos muy
pequeños y los mezcló con otras cosas varias, haciendo así cien bolas,
cada una de las cuales pesaba una dobla de oro más las cosas que le
había añadido. Disfrazado el pícaro con ropas de persona seria y
respetable, cogió las bolas, las metió en una bolsa, se marchó a la
ciudad donde vivía el rey y allí las vendió a un especiero, que le
preguntó la utilidad de aquellas bolas. El pícaro respondió que servían
para muchas cosas y, sobre todo, para hacer alquimia; después se las
vendió por dos o tres doblas. El especiero quiso saber el nombre de las
bolitas, contestándole el pícaro que se llamaban tabardíe.
»El pícaro vivió algún tiempo en aquella ciudad, llevando una vida muy
recogida, pero diciendo a unos y a otros, como en secreto, que sabía
hacer oro.
»Cuando estas noticias llegaron al rey, lo mandó llamar y le preguntó si
-85- era verdad cuanto se decía de él. El pícaro, aunque al principio no
quería reconocerlo diciendo que él no podía hacer oro, al final le dio a
entender que sí era capaz, pero aconsejó al rey que en este asunto no
debía fiarse de nadie ni arriesgar mucho dinero. No obstante, siguió
diciendo el pícaro, si el rey se lo autorizaba, haría una demostración
ante él para enseñarle lo poco que sabía de aquella ciencia. El rey se
lo agradeció mucho, pareciéndole que, por sus palabras, no intentaba
engañarlo. El pícaro pidió las cosas que necesitaba que, como eran muy
corrientes excepto una bola de tabardíe, costaron muy poco dinero.
Cuando las trajeron y las fundieron delante del rey, salió oro fino que
pesaba una dobla. Al ver el rey que de algo tan barato sacaban una dobla
de oro, se puso muy alegre y se consideró el más feliz del mundo. Por
ello dijo al pícaro, que había hecho aquel milagro, que lo creía un
hombre honrado. Y le pidió que hiciera más oro.
»El granuja, sin darle importancia, le respondió:
»-Señor, ya os he enseñado cuanto sé de este prodigio. En adelante, vos
podréis conseguir oro igual que yo, pero conviene que sepáis una cosa:
si os falta algo de lo que os he dicho, no podréis sacar oro.
»Dicho esto, se despidió del rey y marchó a su casa.
»El rey intentó hacer oro por sí mismo y, como dobló la receta,
consiguió el doble de oro por valor de dos doblas; y, a medida que la
triplicaba y cuadruplicaba, conseguía más y más oro. Viendo el rey que
podría obtener cuanto oro quisiese, ordenó que le trajeran lo necesario
para sacar mil doblas de oro. Sus criados encontraron todos los
elementos menos el tabardíe. Cuando comprobó el rey que, al faltar el
tabardíe, no podía hacer oro, mandó llamar al hombre que se lo había
enseñado, al que dijo que ya no podía sacar más oro. El pícaro le
preguntó si había mezclado todas las cosas que le indicó en su receta,
contestando el rey que, aunque las tenía todas, le faltaba el tabardíe.
»Respondió el granuja que, si le faltaba aunque fuera uno de los
ingredientes, no podría conseguir oro, como ya se lo había advertido
desde el principio.
»El rey le preguntó si sabía dónde podía encontrar el tabardíe, y el
pícaro respondió afirmativamente. Entonces le mandó el rey que fuera a
comprarlo, pues sabía dónde lo vendían, y le trajera una gran cantidad
para hacer todo el oro que él quisiese. El burlador le contestó que,
aunque otra persona podría cumplir su encargo tan bien o mejor que él,
si el rey disponía que se -86- encargase él, así lo haría, pues en su
país era muy abundante. Entonces calculó el rey a cuánto podían ascender
los gastos del viaje y del tabardíe, resultando una cantidad muy
elevada.
»Cuando el pícaro cogió tantísimo dinero, se marchó de allí y nunca
volvió junto al monarca, que resultó engañado por su falta de prudencia.
Al ver que tardaba muchísimo, el rey mandó buscarlo en su casa, para ver
si sabían dónde estaba; pero sólo encontraron un arca cerrada, en la
que, cuando consiguieron abrirla, vieron un escrito para el rey que
decía: «Estad seguro de que el tabardíe es pura invención mía; os he
engañado. Cuando yo os decía que podía haceros rico, debierais haberme
respondido que primero me hiciera rico yo y luego me creeríais».
»Al cabo de unos días, estaban unos hombres riendo y bromeando, para lo
cual escribían los nombres de todos sus conocidos en listas separadas:
en una los valientes, en otra los ricos, en otra los juiciosos,
agrupándolos por sus virtudes y defectos. Al llegar a los nombres de
quienes eran tontos, escribieron primero el nombre del rey, que, al
enterarse, envió por ellos asegurándoles que no les haría daño alguno.
Cuando llegaron junto al rey, este les preguntó por qué lo habían
incluido entre los tontos del reino, a lo que contestaron ellos que por
haber dado tantas riquezas a un extraño al que no conocía ni era vasallo
suyo. Les replicó el rey que estaban equivocados y que, si viniera el
pícaro que le había robado, no quedaría él entre los tontos, a lo que
respondieron aquellos hombres que el número de tontos sería el mismo,
pues borrarían el del rey y pondrían el del burlador.
»Vos, señor Conde Lucanor, si no deseáis que os tengan por tonto, no
arriesguéis vuestra fortuna por algo cuyo resultado sea incierto, pues,
si la perdéis confiando conseguir más bienes, tendréis que arrepentiros
durante toda la vida.
Al conde le agradó mucho este consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este
libro y compuso unos versos que dicen así:
Jamás aventures o arriesgues tu riqueza
por consejo de hombre que vive en la pobreza.
Cuento XXI
Lo que sucedió a un rey joven con un filósofo a quien su padre lo había
encomendado
Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, yo tenía un pariente a quien quería mucho, y a su muerte dejó
un hijo muy pequeño, que se ha criado conmigo. Por la gratitud y el
cariño que siempre tuve a su padre, y también porque espero que él me
ayude cuando su edad se lo permita, sabe Dios que lo quiero como a un
hijo. Aunque este muchacho es muy inteligente y con el tiempo será de la
nobleza, me gustaría mucho que su juventud no lo llevase por malos
caminos, pues la inexperiencia de los jóvenes los engaña y no les deja
ver lo más conveniente. Por vuestro buen entendimiento, os ruego que me
digáis la manera de conseguir que este mancebo haga siempre lo más
conveniente para su cuerpo y para su hacienda, porque no querría que
fuera víctima de su propia juventud.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis hacer por este
mancebo lo que creo mejor para él, me gustaría que supierais lo que le
pasó a un gran filósofo con un rey joven, al que había educado.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un hijo y
lo encomendó a un filósofo de toda su confianza, para que se educara
junto a él. Cuando el rey murió, el infante era todavía muy pequeño y
siguió siendo educado por el filósofo hasta cumplir los quince años.
Pero, al entrar en la juventud, aquel muchacho comenzó a despreciar las
enseñanzas del sabio y a seguir las de otros consejeros que, como no
querían a sus pupilos ni tampoco tenían obligaciones con ellos, no se
preocupaban por alejarlos del mal. Siguiendo el joven rey ese camino, en
muy poco tiempo pudo verse cómo su salud y su hacienda estaban
arruinándose. Todo el mundo lo criticaba por perder su salud y malgastar
su hacienda. Como la situación era cada vez peor, el sabio que lo había
educado sintió gran dolor y pesar, pues no sabía ya qué hacer después de
haber intentado muchas veces corregirlo -88- con ruegos y súplicas, e
incluso con dureza, sin conseguir que cambiase de vida ya que su
juventud le impedía ser más consciente. Comprendiendo el filósofo que
sólo le quedaba un remedio para corregirlo, pensó actuar como oiréis.
»Empezó el filósofo a decir de vez en cuando en la corte que él podía
leer el futuro en el vuelo y canto de las aves, sin que nadie en el
mundo lo aventajara. Tantos y tantos nobles se lo escucharon que el
hecho llegó a oídos del joven rey, el cual, cuando lo supo, preguntó al
sabio si era cierto que interpretaba el canto de las aves tan bien como
se decía en palacio. Aunque el filósofo quiso negarlo en principio, al
fin reconoció ser verdad, pero le aconsejó que nadie lo supiese. Como
los jóvenes siempre están impacientes por saber y por hacer las cosas,
el rey, que era joven, estaba ansioso por ver cómo interpretaba los
agüeros aquel filósofo; por eso, cuanto el sabio más lo dilataba, tanto
más le insistía el rey, que consiguió salir un día muy de mañana con el
filósofo para escuchar las aves sin que nadie lo supiera.
»Aquel día madrugaron mucho. El filósofo se encaminó con el rey por un
valle donde había numerosas aldeas yermas y abandonadas y, después de
pasar por muchas, vieron una corneja que graznaba desde un árbol. El rey
se la mostró al filósofo, que hizo como si la entendiese.
»Otra corneja comenzó también a graznar en otro árbol y ambas estuvieron
graznando, unas veces la de la derecha y otras la de la izquierda.
Después de escucharlas un rato, el sabio filósofo comenzó a llorar
amargamente, a romper sus vestiduras y a dar grandes muestras de dolor.
Cuando el rey mozo así lo vio, quedó muy asustado y preguntó al filósofo
por qué lo hacía. El sabio, sin embargo, quiso ocultarle los motivos,
pero tanto le insistió el joven rey que el filósofo le respondió que más
quisiera estar muerto que vivo, porque no sólo los hombres sino también
las aves sabían ya que, por su falta de prudencia, perdería tierra y
hacienda y todos harían escarnio de su nombre. El rey joven le pidió que
se lo explicara. Le contestó el sabio que aquellas dos cornejas habían
acordado casar a sus hijos y la que había hablado primero le dijo a la
segunda que, como el matrimonio estaba concertado desde hacía mucho
tiempo, había llegado el momento de celebrarlo. La otra corneja le
contestó que era verdad que lo habían acordado, mas ahora, gracias a
Dios, ella era más rica que la otra, pues desde que reinaba aquel joven
rey estaban abandonadas todas las -89- aldeas del valle, por lo cual
ella encontraba muchas culebras, lagartos, sapos y otros animales que se
crían en lugares abandonados, y con todos ellos tenía más y mejor
comida, por lo que ya no era este casamiento entre iguales. La otra
corneja, al escuchar a su comadre, empezó a reír y le dijo que hablaba
sin buen juicio si por ese motivo quería posponer el casamiento, pues,
si Dios dejaba vivir más a ese rey, ella sería mucho más rica porque el
valle donde vivía, que tenía diez veces más aldeas, quedaría abandonado,
por lo cual no había motivo para aplazar el casamiento. Y así acordaron
celebrar en seguida las bodas.
»Cuando esto oyó el rey joven, se disgustó mucho y empezó a pensar cómo
había llegado su reino a tal estado. Viendo el filósofo la tristeza y la
preocupación del rey y que verdaderamente quería enmendarse, le dio muy
sabios consejos, de manera que en muy poco tiempo el rey cambió de vida
mejorando así su reino y su propia salud.
»Vos, señor conde, pues habéis criado a ese mancebo y queréis llevarlo
por el buen camino, buscad el modo de que con buenas palabras y con
buenos ejemplos entienda cómo debe ocuparse de sus asuntos; pero nunca
lo intentéis con insultos o castigos, pensado que así podréis
corregirlo, porque es tal la condición de los jóvenes que en seguida
aborrecen a quien los atosiga con recomendaciones, sobre todo si es
persona de alcurnia, pues lo toman como una ofensa sin darse cuenta de
su error, pues no hay mejor amigo que quien amonesta a los jóvenes para
que no busquen su propio daño, aunque ellos no lo entienden así y se dan
por ofendidos. Si os portáis duramente con él, nacerá entre los dos
tanta antipatía que sólo os reportará perjuicios en adelante.
Al conde le agradó mucho este consejo de Patronio, obró según él y le
fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó mucho este cuento, lo mandó poner en este
libro e hizo los versos que dicen así:
No amonestes al joven con dureza,
muéstrale su camino con franqueza.
Cuento XXII
Lo que sucedió al león y al toro
Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo
así:
-Patronio, tengo un amigo muy poderoso y muy ilustre, del que hasta
ahora sólo he recibido favores, pero me dicen que no sólo he perdido su
estimación sino que, además, busca motivos para venir contra mí. Por eso
tengo dos grandes preocupaciones: si se levanta contra mí, me puede ser
muy perjudicial; y si, por otra parte, descubre mis sospechas y mi
alejamiento, él hará otro tanto, por lo cual nuestras desavenencias irán
en aumento y romperemos nuestra amistad. Por la gran confianza que
siempre me habéis merecido, os ruego que me aconsejéis lo más prudente
para mí en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis evitaros todo eso,
me gustaría que supierais lo que sucedió al león y al toro.
El conde le rogó que se lo contara.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el león y el toro eran muy amigos
y, como los dos son muy fuertes y poderosos, dominaban y sometían a los
demás animales; pues el león, ayudado por el toro, reinaba sobre todos
los animales que comen carne, y el toro, con la ayuda del león, lo hacía
sobre todos los que comen hierba. Cuando todos los animales
comprendieron que el león y el toro los dominaban por la ayuda que se
prestaban el uno al otro, y que ello les producía graves daños, hablaron
entre sí para ver la forma de acabar con su tiranía. Vieron que, si
lograban desavenir al león y al toro, podrían romper el yugo de su
dominio, por lo cual los animales rogaron a la zorra y al carnero, que
eran los privados del león y del toro respectivamente, que buscasen el
medio de romper su alianza. La zorra y el carnero prometieron hacer
cuanto pudiesen para conseguirlo.
»La zorra, consejera del león, pidió al oso, que es el animal más fuerte
y poderoso de los que comen carne después del león, que le dijera a este
cómo el toro hacía ya tiempo que buscaba hacerle mucho daño, por lo
cual, -92- y aunque no fuera verdad pues se lo habían dicho hacía ya
varios días, debía estar precavido.
»Lo mismo dijo el carnero, consejero del toro, al caballo, que es el
animal más fuerte entre los que se alimentan de hierba después del toro.
»El oso y el caballo dieron este aviso al león y al toro, que aunque no
lo creyeron del todo, pues algo sospechaban de quienes eran casi tan
fuertes como ellos, creyendo que buscaban su desavenencia, no por ello
dejaron de sentir cierto recelo mutuo. Por lo cual, los dos, león y
toro, hablaron con la zorra y con el carnero, que eran sus privados.
Estos dijeron a sus señores que quizás el oso y el caballo les habían
contado aquello para engañarlos, pero no obstante les aconsejaban
observar bien dichos y hechos que de allí en adelante hicieran el león y
el toro, para que cada uno obrase según lo que viera en el otro.
»Al oír esto, creció la sospecha entre el león y el toro, por lo que los
demás animales, viendo que aquellos empezaban a recelar el uno del otro,
empezaron a propagar abiertamente sus desconfianzas, que, sin duda, eran
debidas a la mala intención que cada uno guardaba contra el otro.
»La zorra y el carnero, que sólo buscaban su conveniencia como falsos
consejeros y habían olvidado la lealtad que debían a sus señores, en
lugar de decirles la verdad, los engañaron. Tantas veces previnieron al
uno contra el otro que la amistad entre el león y el toro se trocó en
mutua aversión; los animales, al verlos así enemistados, pidieron una y
otra vez a sus jefes que entrasen en guerra y, aunque les daban a
entender que sólo miraban por sus intereses, buscaban los propios,
haciendo y consiguiendo que todo el daño cayese sobre el león y el toro.
»Así acabó esta lucha: aunque el león hizo más daño al toro,
disminuyendo mucho su poder y su autoridad, salió él tan debilitado que
ya nunca pudo ejercer su dominio sobre los otros animales de su especie
ni sobre los de otras distintas, ni cogerlos para sí como antes. Así,
dado que el león y el toro no comprendieron que, gracias a su amistad y
a la ayuda que se prestaban el uno al otro, eran respetados y temidos
por el resto de los animales, y porque no supieron conservar su alianza,
desoyendo los malos consejos que les daban quienes querían sacudirse su
yugo y conseguir, en cambio, que fueran el león y el toro los sometidos,
estos quedaron tan debilitados que, si antes eran ellos señores y
dominadores, luego fueron ellos los sojuzgados.
»Vos, señor Conde Lucanor, evitad que quienes os hacen sospechar de -93-
vuestro amigo consigan que rompáis con él, como hicieron los animales
con el león y el toro. Por ello os aconsejo que, si ese amigo vuestro es
persona leal y siempre os ha favorecido con buenas obras, dando pruebas
de su lealtad, y si tenéis con él la misma confianza que con un buen
hijo o con un buen hermano, no creáis nada que os digan en su contra.
Por el contrario, será mejor que le digáis las críticas que os hagan de
él, con la seguridad de que os contará las que le lleguen de vos,
castigando además a quienes urdan esas mentiras para que otros no se
atrevan a levantar falsos testimonios. Pero si se trata de una persona
que cuenta con vuestra amistad sólo por un tiempo, o por necesidad, o
sólo casualmente, no hagáis ni digáis nada que pueda llevarle a pensar
que sospecháis de él o que podéis retirarle vuestro favor, mas disimulad
sus errores, que de ninguna manera podrá haceros tanto daño que no
podáis prevenirlo con tiempo suficiente, como sería el que recibiríais
si rompéis vuestra alianza por escuchar a los malos consejeros, como
ocurrió en el cuento. Además, a ese amigo hacedle ver con buenas
palabras cuán necesaria es la colaboración mutua y recíproca para él y
para vos; así, haciéndole mercedes y favores y mostrándole vuestra buena
disposición, no recelando de él sin motivo, no creyendo a los envidiosos
y embusteros y demostrándole que tanto necesitáis su ayuda como él la
vuestra, durará la amistad entre los dos y ninguno caerá en el error en
que cayeron el león y el toro, lo que les llevó a perder todo su dominio
sobre los demás animales.
Al conde le gustó mucho este consejo de Patronio, obró de acuerdo con
sus enseñanzas y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este
libro e hizo unos versos que dicen así:
Por dichos y por obras de algunos mentirosos,
no rompas tu amistad con hombres provechosos.
Cuento XXIII
Lo que hacen las hormigas para mantenerse
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este
modo:
-Patronio, como todos saben y gracias a Dios, soy bastante rico. Algunos
me aconsejan que, como puedo hacerlo, me olvide de preocupaciones y me
dedique a descansar y a disfrutar de la buena mesa y del buen vino, pues
tengo con qué mantenerme y aun puedo dejar muy ricos a mis herederos.
Por vuestro buen juicio os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en
este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aunque el descanso y los placeres
son buenos, para que hagáis en esto lo más provechoso, me gustaría mucho
que supierais lo que hacen las hormigas para mantenerse.
El conde le pidió que se lo contara y Patronio le dijo:
-Señor Conde Lucanor, ya sabéis qué diminutas son las hormigas y, aunque
por su tamaño no cabría pensarlas muy inteligentes, veréis cómo cada
año, en tiempo de siega y trilla, salen ellas de sus hormigueros y van a
las eras, donde se aprovisionan de grano, que guardan luego en sus
hormigueros. Cuando llegan las primeras lluvias, las hormigas sacan el
trigo fuera, diciendo las gentes que lo hacen para que el grano se
seque, sin darse cuenta de que están en un error al decir eso, pues bien
sabéis vos que, cuando las hormigas sacan el grano por primera vez del
hormiguero, es porque llegan las lluvias y comienza el invierno. Si
ellas tuviesen que poner a secar el grano cada vez que llueve, trabajo
tendrían, además de que no podrían esperar que el sol lo secara, ya que
en invierno queda oculto tras las nubes y no calienta nada.
»Sin embargo, el verdadero motivo de que pongan a secar el grano la
primera vez que llueve es este: las hormigas almacenan en sus graneros
cuanto pueden sólo una vez, y sólo les preocupa que estén bien repletos.
Cuando han metido el grano en sus almacenes, se juzgan a salvo, pues
piensan vivir durante todo el invierno con esas provisiones. Pero al
llegar -95- la lluvia, como el grano se moja, empieza a germinar; las
hormigas, viendo que, si crece dentro del hormiguero, el grano no les
servirá de alimento sino que les causará graves daños e incluso la
muerte, lo sacan fuera y comen el corazón de cada granito, que es de
donde salen las hojas, dejando sólo la parte de fuera, que les servirá
de alimento todo el año, pues por mucho que llueva ya no puede germinar
ni taponar con sus raíces y tallos las salidas del hormiguero.
»También veréis que, aunque tengan bastantes provisiones, siempre que
hace buen tiempo salen al campo para recoger las pequeñas hierbecitas
que encuentran, por si sus reservas no les permitieran pasar todo el
invierno. Como veis, no quieren estar ociosas ni malgastar el tiempo de
vida que Dios les concede, pues se pueden aprovechar de él.
»Vos, señor conde, si la hormiga, siendo tan pequeña, da tales muestras
de inteligencia y tiene tal sentido de la previsión, debéis pensar que
no existe motivo para que ninguna persona -y sobre todo las que tienen
responsabilidades de gobierno y han de velar por sus grandes señoríos-
quiera vivir siempre de lo que ganó, pues por muchos que sean los bienes
no durarán demasiado tiempo si cada día los gasta y nunca los repone.
Además, eso parece que se haga por falta de valor y de energía para
seguir en la lucha. Por tanto, debo aconsejar que, si queréis descansar
y llevar una vida tranquila, lo hagáis teniendo presente vuestra propia
dignidad y honra, y velando para que nada necesario os falte, ya que, si
deseáis ser generoso y tenéis mucho que dar, no os faltarán ocasiones en
que gastar para mayor honra vuestra.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, obró según él
y le fue muy provechoso.
Y como a don Juan le gustó el cuento, lo mandó poner en este libro e
hizo unos versos que dicen así:
No comas siempre de lo ganado,
pues en penuria no morirás honrado.
Cuento XXIV
Lo que sucedió a un rey que quería probar a sus tres hijos
Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, en mi casa se crían y educan muchos mancebos, que son hijos
de grandes señores o de simples hidalgos, y en los cuales puedo ver
cualidades muy diferentes. Por vuestro buen juicio y hasta donde os sea
posible, os ruego que me digáis quiénes de esos mancebos llegarán a ser
hombres cabales.
-Señor conde -contestó Patronio-, esto que me decís es difícil saberlo
con certeza, pues no podemos conocer las cosas que están por venir y lo
que preguntáis es cosa futura, por lo que no podemos saberlo con
certidumbre; mas lo poco que de esto podemos intuir es por ciertos
rasgos que aparecen en los jóvenes, tanto por dentro como por fuera. Así
podemos observar por fuera que la cara, la apostura, el color, la forma
del cuerpo y de los miembros son un reflejo de la constitución de los
órganos más importantes, como el corazón, el cerebro o el hígado. Aunque
son señales, nada podemos saber por ellas con exactitud, pues pocas
veces concuerdan estas, ya que, si unas apuntan una cualidad, otras
indican la contraria; con todo, las cosas suelen suceder según los
indicios de estas señales.
»Los indicios más seguros son la cara y, sobre todo, la mirada, así como
la apostura, que muy pocas veces nos engañan. No penséis que se llama
apuesto al ser un hombre guapo o feo, pues muchos hombres son bellos y
gentiles y no tienen apostura de hombre, y otros, que parecen feos,
tienen mucha gracia y atractivo.
»La forma del cuerpo y de los miembros son señales de la constitución
del hombre y nos indican si será valiente o cobarde; aunque, con todo,
estas señales no revelan con certeza cómo serán sus obras. Como os digo,
son simples señales y ello quiere decir que no son muy seguras, pues la
señal sólo nos hace presumir que pueda ocurrir así. En fin, estas son
las señales externas, que siempre resultan poco fiables para responder a
lo que me -97- preguntáis. Sin embargo, para conocer a los mancebos, son
mucho más indicativas las señales interiores, y así me gustaría que
supieseis cómo probó un rey moro a sus tres hijos, para saber quién
habría de ocupar el trono a su muerte.
El conde le rogó que así lo hiciera.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, un rey moro tenía tres hijos y,
como el padre puede dejar el trono al hijo que quiera, cuando se hizo
viejo, los hombres más ilustres de su reino le rogaron que indicara cuál
de sus tres hijos le sucedería en el trono. El rey contestó que, pasado
un mes, les daría la respuesta.
»Al cabo de unos días, una tarde dijo el rey a su hijo mayor que al día
siguiente, de madrugada, quería cabalgar y deseaba que lo acompañara.
Aquella mañana, llegó el infante mayor a la cámara del rey, pero no tan
pronto como su padre le había ordenado. Cuando llegó, le dijo el rey que
quería vestirse y que le hiciera traer la ropa; el infante mandó al
camarero que la trajese, pero el camarero le preguntó qué ropa quería el
rey. El infante volvió a preguntárselo a su padre, el cual respondió que
quería la aljuba; el infante volvió y dijo al camarero que el rey quería
la aljuba. El camarero le preguntó qué manto llevaría el rey, y el
infante hubo de regresar junto al monarca para preguntárselo. Así
ocurrió con cada vestidura, yendo y viniendo el infante con las
preguntas, hasta que el rey lo tuvo preparado todo. Entonces vino el
camarero, que vistió y calzó al monarca.
»Cuando el rey estuvo ya vestido y calzado, mandó al infante que le
hiciera traer un caballo, y el infante se lo dijo al caballerizo; este
le preguntó qué caballo quería el rey. El infante volvió a preguntárselo
a su padre, y lo mismo ocurrió con la silla de montar, el freno, la
espada y las espuelas; es decir, con todos los aparejos necesarios para
cabalgar, preguntándole siempre al rey lo que quería.
»Cuando ya estaba todo preparado, dijo el rey al infante que no podía
dar el paseo a caballo, pero que fuera él por la ciudad y se fijara bien
en todas las cosas que viera, para que luego se las contara.
»El infante cabalgó en compañía de los hombres más ilustres de la corte
y con músicos que tocaban tambores, timbales y toda clase de
instrumentos. El infante dio un paseo por la ciudad y, cuando volvió
junto al rey, este le preguntó qué opinaba de lo que había visto; le
contestó el infante que todo estaba muy bien, salvo los timbales y
tambores, que hacían mucho ruido.
-98-
»Pasados algunos días, el rey mandó al hijo segundo que fuese a su
cámara por la mañana. El infante así lo hizo. El rey lo sometió a las
mismas pruebas que al hermano mayor; el segundo obró como su hermano y
respondió con las mismas palabras de su hermano.
»Y al cabo de pocos días, el rey mandó al hijo menor que viniese a verlo
muy temprano. El infante madrugó mucho y se fue a las habitaciones del
rey, donde esperó a que el rey despertara. Cuando su padre estuvo
dispuesto, entró en la cámara real el hijo menor, que se postró ante su
padre en señal de sumisión y respeto. El rey le ordenó que le trajeran
la ropa. El infante le preguntó lo que quería ponerse para vestir y
calzar, y de una sola vez fue por todo y se lo trajo, no queriendo ni
permitiendo que nadie le vistiera sino él, con lo que daba a entender
que se sentía orgulloso de que su padre, el rey, se viera cuidado y
atendido solamente por él, pues era su padre y merecía cuantas
atenciones le pudiera otorgar.
»Cuando el rey ya estaba vestido y calzado, ordenó al infante que
hiciera traer su caballo. El infante le preguntó qué caballo deseaba,
así como todo lo necesario para cabalgar, como la silla, el freno y la
espada; también le preguntó quién quería que lo acompañase y cuantas
cosas podía necesitar. Hecho esto, de una sola vez lo trajo todo y lo
dispuso como el rey había ordenado.
»Cuando estaba todo dispuesto, el rey dijo al infante que no quería
salir a pasear, que fuera él solo y que luego le contase todo cuanto
viera. El infante salió a caballo acompañado por cortesanos y caballeros
como lo habían hecho sus dos hermanos. Ninguno de ellos sabía qué
pretendía el rey actuando así.
»Cuando el infante salió, mandó que le enseñaran el interior de la
ciudad, las calles, el lugar donde se guardaba el tesoro real, las
mezquitas y todos los monumentos; también preguntó cuántas personas
vivían allí. Después salió fuera de las murallas y mandó que lo
acompañasen todos los hombres de armas, de a pie y de a caballo,
pidiéndoles que combatieran y le hicieran una demostración de su
habilidad con las armas y cuantos ejercicios de ataque y defensa
supieran. Luego revisó murallas, torres y fortalezas de la ciudad y,
cuando lo hubo visto todo, volvió junto a su padre el rey.
»Regresó a palacio entrada la noche. El rey le preguntó por las cosas
que había visto, contestándole el infante que, con su permiso, le diría
la verdad. El rey, su padre, le ordenó que se la dijera, so pena de
perder su bendición. -99- El infante le respondió que, aunque lo
consideraba un buen rey, no lo era tanto, pues si lo hubiera sido, como
tenía tan buenos soldados y caballeros, tanto poder y tantos bienes, ya
habría conquistado todo el mundo.
»Al rey le agradó mucho esta crítica sincera y aguda que le hizo el
infante, por lo que, al llegar el plazo que había señalado a sus nobles,
les señaló como heredero al hijo menor.
»El rey, señor conde, actuó así por las señales que vio en cada uno de
sus hijos, pues, aunque hubiera preferido que le sucediera cualquiera de
los otros dos, no lo juzgó acertado y eligió al menor por su prudencia.
»Y vos, señor conde, si queréis saber qué mancebo será hombre más
valioso, fijaos en estas cosas y así podréis intuir algo y aun bastante
de lo que cada uno llegará a ser.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le contó.
Y como don Juan pensó que era un buen cuento, lo mandó poner en este
libro e hizo estos versos que dicen así:
Por palabras y hechos bien podrás conocer,
en jóvenes mancebos, qué llegarán a ser.
Cuento XXV
Lo que sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era sultán de
Babilonia
El Conde Lucanor hablaba otra vez con Patronio, su consejero, de esta
manera:
-Patronio, un vasallo mío me dijo el otro día que quería casar a una
parienta suya; y que, así como él estaba obligado a aconsejarme siempre
lo más prudente, me pedía como merced que le aconsejara lo que yo
creyera más conveniente para él. También me ha dicho quiénes son los que
querrían casarse con su parienta. Como deseo que este buen hombre haga
lo mejor para su familia y para su parienta, os ruego que me digáis lo
que os parece de este asunto, pues vos sabéis mucho de tales cosas, de
modo que yo pueda darle un buen consejo que le vaya bien.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que siempre podáis aconsejar
bien a quienes hayan de casar a una parienta suya, me gustaría mucho que
supierais lo que le sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era
sultán de Babilonia.
El Conde Lucanor le rogó que le contase lo que había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un conde en Provenza que era
muy bueno y deseaba hacer buenas obras para salvar su alma y ganar la
gloria del paraíso con hazañas que aumentasen su honra y engrandeciesen
el nombre de su patria. Para lograrlo, reunió un gran ejército muy bien
armado y partió a Tierra Santa, pensando que, sucediera lo que
sucediera, podría sentirse dichoso, pues lo hacía para servir y honrar a
Dios. Mas como los juicios de Dios son sorprendentes e insondables, y
Dios Nuestro Señor prueba con frecuencia a sus elegidos, para que sepan
sufrir la adversidad con resignación, pues Él siempre hace que todo
redunde en su bien y provecho, así quiso Dios tentar al conde de
Provenza y permitió que cayera prisionero del sultán Saladino.
»Aunque el conde vivía como cautivo, Saladino, conociendo su bondad, lo
trataba muy bien, le respetaba sus honores y le pedía consejo en -101-
todos los asuntos importantes. Tan bien le aconsejaba el conde y tanto
confiaba el sultán en él que, aunque estaba prisionero, tenía tanto
poder y tanta influencia en las tierras de Saladino como en las suyas
propias.
»Cuando el conde partió de su tierra, dejó una hija muy pequeña. Tanto
tiempo estuvo el conde en prisión, que su hija llegó a la edad de
casarse, por lo cual la condesa, su mujer, y sus parientes le
escribieron diciéndole cuántos hijos de reyes y de otros grandes señores
la pedían en matrimonio.
»Un día, cuando Saladino fue a pedir consejo al conde, después de
haberle aconsejado al sultán en el asunto que quería, le habló el conde
de este modo.
»-Señor, vos me habéis concedido tantas mercedes y honra, y confiáis
tanto en mí, que yo me tendría por afortunado si pudiera hacer algo para
corresponderos. Y pues vos, señor, tenéis a bien que yo os aconseje en
los asuntos más importantes, acogiéndome a vuestra gracia y confiando en
vuestro entendimiento, os pido vuestro consejo en algo que me sucede.
»El sultán agradeció mucho estas palabras del conde, respondiéndole que
le aconsejaría muy gustoso, e incluso que le ayudaría si fuera
necesario.
»Alentado por este ofrecimiento del sultán, el conde le habló de las
propuestas de matrimonio que había recibido su hija, y pidió que le
dijera quién debía ser el elegido.
»Saladino le respondió:
»-Conde, yo os considero tan inteligente que, con deciros pocas
palabras, podréis comprender perfectamente; os aconsejaré en este asunto
según lo entiendo yo. Como no conozco a todos los que solicitan la mano
de vuestra hija, ni su linaje o poder, ni sus prendas personales, ni la
distancia entre sus tierras y las vuestras, ni en qué superan los unos a
los otros, no puedo daros un consejo demasiado concreto, y así sólo os
diré que caséis a vuestra hija con un hombre.
»El conde se lo agradeció, pues comprendió muy bien lo que le quería
decir.
»Luego escribió a su esposa y parientes, a los que refirió el consejo
del sultán, y les dijo que averiguaran cuántos hidalgos había en sus
tierras, cuáles eran sus costumbres, cualidades y virtudes, sin mirar
sus riquezas o su poder, y que, por escrito, le dijeran también cómo
eran los hijos de los reyes y de los grandes señores, así como los demás
hidalgos que vivían allí y que la pedían en matrimonio.
-102-
»La condesa y los parientes del conde se quedaron muy sorprendidos de
esta respuesta, pero hicieron lo que les mandaba y pusieron por escrito
las cualidades y costumbres -buenas y malas- de cada uno de los
pretendientes, así como las demás circunstancias que sabían de ellos.
También le indicaron cómo eran los hidalgos de aquellas comarcas, y todo
lo hicieron llegar al conde.
»Al recibir el conde este escrito, se lo mostró al sultán y, al leerlo
Saladino, aunque todos los pretendientes eran muy buenos, encontró
algunos defectos en los hijos de los reyes o de los grandes señores,
pues unos eran glotones o borrachos, otros coléricos, otros huraños,
otros orgullosos, otros amigos de malas compañías, otros tartamudos y
otros, en fin, tenían otros defectos. El sultán halló, sin embargo, que
el hijo de un rico hombre, que no era el más poderoso, por lo que del
mancebo se decía en el informe, era el mejor hombre, el más cumplido y
perfecto de cuantos había oído hablar en su vida; en consecuencia, el
sultán aconsejó al conde que casara a su hija con aquel hombre, pues
sabía que, aunque los otros eran de más abolengo y más distinguidos que
él, estaría mejor casada con este que con ninguno de los que tenían uno
o varios defectos, ya que pensaba el sultán que el hombre era más de
estimar por sus obras que por la riqueza o por la nobleza de su linaje.
»El conde mandó decir a la condesa y a sus parientes que casaran a su
hija con el mancebo que Saladino había aconsejado. Y aunque se
asombraron mucho de ello, hicieron llamar al hijo de aquel rico hombre y
le contaron lo que el conde les había dicho. El joven les respondió que
sabía muy bien que el conde era superior, más rico y más noble que él,
pero que, si él fuera tan poderoso como el conde, cualquier mujer podría
sentirse feliz casada con él, diciéndoles también que, si le daban esta
respuesta por no acceder a sus pretensiones, sería porque buscasen su
deshonra sin motivo alguno y le harían una gran afrenta. Ellos le
replicaron que de verdad querían ese matrimonio, y le contaron cómo el
sultán había aconsejado al conde que otorgase su hija a aquel mancebo
antes que a ningún hijo de rey o de grandes señores, por ser él muy
hombre. Al oír esto, el mancebo comprendió que consentían en su
matrimonio y pensó que, si Saladino lo había elegido por ser hombre
cabal, haciéndole llegar a tan gran honra, no lo sería si no se
comportara con arreglo a las circunstancias.
»Por eso pidió a la condesa y parientes del conde que, si querían que
los -103- creyese, le entregaran en seguida el gobierno del condado y
todas sus rentas, sin decirles nada de lo que había pensado hacer. Ellos
accedieron a sus pretensiones y le otorgaron los poderes que pedía. Él
apartó una gran cantidad de dinero y, con mucho secreto, armó muchas
galeras, guardándose una importante suma. Hecho todo esto, fijó la fecha
para el casamiento.
»Celebraron las bodas con todo lujo y esplendor. Al llegar la noche,
marchó hacia la casa donde estaba su mujer y, antes de consumar el
matrimonio, llamó a la condesa y a sus parientes, a quienes dijo en
secreto que bien sabían que el conde lo había preferido frente a otros
más nobles porque el sultán le aconsejó que casara a su hija con un
hombre, y que, pues el sultán y el conde tanta honra le habían hecho y
lo habían elegido por esta razón, no se tendría él por muy hombre si no
hiciera lo que era obligado; por ello les dijo que había de partir,
dejándoles aquella doncella, que había tomado en matrimonio, así como el
gobierno del condado, pues confiaba en que Dios le guiaría de tal manera
que todo el mundo pudiese ver que se había portado como un hombre.
»Dicho esto, montó a caballo y se fue a la buena ventura. Se dirigió al
reino de Armenia, donde vivió mucho tiempo hasta que aprendió la lengua
y las costumbres de aquella tierra. Allí se enteró de que Saladino era
muy amante de la caza.
»Cogió muchas y buenas aves de cetrería, muchos y buenos perros y se
dirigió hacia donde estaba Saladino, dividiendo sus naves y enviándolas
una a cada puerto, con la orden de no partir hasta que él lo mandase.
»Cuando llegó al sultán, fue muy bien recibido en la corte, pero ni le
besó la mano ni le rindió pleitesía, como debe hacerse ante el señor. El
sultán Saladino mandó darle cuanto necesitara y él se lo agradeció
mucho, pero no quiso aceptar nada, diciéndole que no había ido en busca
de ayuda, sino atraído por su fama; por lo cual, si él quisiera, le
gustaría pasar algún tiempo viviendo con él para aprender alguna de sus
preciadas virtudes y cualidades, así como las de su pueblo. También dijo
al sultán que, como conocía su afición por la caza, él traía muchas y
muy buenas aves, además de perros muy rápidos, de los que podría escoger
los que más le gustasen, quedándose él con el resto para acompañarlo en
las cacerías y servirle en aquel ejercicio o en otro cualquiera.
»Saladino le agradeció mucho todo esto y cogió lo que le pareció bien,
pero no pudo conseguir que el otro aceptara ningún regalo ni le contara
-104- nada de sus ocupaciones, ni se vinculara a Saladino por ninguna
obligación de vasallaje. De esta manera permaneció viviendo con él mucho
tiempo.
»Como Dios dispone las cosas al fin que quiere y según su voluntad,
quiso que, en una cacería, se lanzaran los halcones tras unas grullas, a
las que dieron alcance en un puerto donde estaba recalada una de las
galeras que el yerno del conde había distribuido. El sultán, que montaba
un caballo muy bueno, y su acompañante se alejaron tanto del resto de su
gente que ninguno pudo seguirlos. Cuando llegó Saladino a donde los
halcones estaban peleando con la grulla, bajó rápidamente de su caballo
para ayudarles. El yerno del conde, que venía con él, cuando así lo vio
en tierra, llamó a los hombres de su galera. El sultán, que no se fijaba
sino en la pelea de los halcones, cuando se vio rodeado por gente
armada, quedó muy asombrado. El yerno del conde desenvainó la espada e
hizo como si le atacase. Al verlo Saladino venir contra él, comenzó a
lamentarse, diciendo que cometía una gran traición. El yerno del conde
le respondió que no pidiese ayuda a Dios, pues bien sabía él que nunca
lo había tenido como a su señor, ni había querido aceptar nada de él, ni
existía entre ellos vínculo que lo obligara a la lealtad, sino que todo
era como Saladino había dispuesto.
»Dicho esto, lo capturó, lo llevó a la galera y, cuando ya estaba
dentro, dijo que él era el yerno del conde, el mismo que el sultán había
preferido entre otros mejores por ser más hombre y que, como él lo había
elegido por esta razón, no se tendría por hombre si no hubiera obrado
así. Luego le rogó que devolviese la libertad a su suegro, para que
viese cómo el consejo que él le había dado era bueno y verdadero, y cómo
daba buenos frutos.
»Cuando Saladino oyó esto, dio muchas gracias a Dios y se alegró más de
haber acertado en el consejo que dio al conde que si le hubiera
acontecido una hazaña muy honrosa, por grande que esta fuese. El sultán
respondió al yerno del conde que lo pondría inmediatamente en libertad.
»El yerno del conde, fiando en la palabra del sultán, lo sacó luego de
la galera y se fue con él, mandando a los hombres de la galera que se
alejasen tanto del puerto que nadie pudiera verlos cuando llegara allí.
»El sultán y el yerno del conde dejaron a los halcones cebarse en las
grullas y, cuando llegaron junto a ellos los hombres del sultán,
encontraron a este muy alegre, pero no le dijo a ninguno lo que entre
ellos había sucedido.
»Cuándo llegaron a la villa, el sultán detuvo su caballo frente a la
casa -105- donde el conde estaba prisionero, bajó de su montura y,
llevando consigo al yerno del conde, le dijo muy alegre:
»-Conde, doy gracias a Dios por haberme permitido acertar cuando os
aconsejé sobre el matrimonio de vuestra hija. Mirad a vuestro yerno,
pues él os ha sacado de prisión.
»Después le contó cómo se había comportado su yerno, la prudencia y el
esfuerzo que había demostrado para apoderarse de él, y cómo luego confió
en su palabra.
»El sultán, el conde y cuantos esto supieron alabaron mucho el
entendimiento, el esfuerzo y la lealtad del yerno del conde, así como
las bondades de Saladino, y el conde dio gracias a Dios por haber
dispuesto todo tan felizmente.
»Entonces el sultán ofreció muchos y ricos presentes al conde y a su
yerno, y dio al primero, como compensación por su cautividad, el doble
de lo que importaban las rentas de su condado mientras estuvo en
prisión, volviendo el conde a su tierra muy feliz y muy rico.
»Todo esto sucedió al conde por el buen consejo que le dio el sultán, al
decirle que casara a su hija con un verdadero hombre.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues debéis aconsejar a vuestro vasallo
para que sepa con quién casar a su parienta, aconsejadle que cuide de
que su futuro esposo sea, ante todo, un verdadero hombre, porque, si no
lo es, por muy rico, hidalgo o distinguido que sea, nunca se tendrá por
bien casada. También debéis saber que el hombre bueno acrecienta su
honra, da honra a su linaje y aumenta sus bienes. Sabed también que, no
por ser de alta estirpe o de gran nobleza, si el hombre no es esforzado
y leal, podrá mantenerse en tal estado. Podría contaros muchas historias
de hombres notables a quienes sus padres dejaron ricos y honrados, que,
por no ser como debían, perdieron bienes y honores; aunque también los
hubo que, de origen más modesto o de antepasados muy ilustres,
aumentaron tanto su hacienda y su honra con su esfuerzo y valía que son
más considerados por lo que ellos hicieron y consiguieron que por la
nobleza de su estirpe.
»Tened por cierto que, tanto las ventajas como los inconvenientes, nacen
de la propia condición del hombre, y no de su origen, por muy humilde
que sea. Por ello os digo que lo más importante en los matrimonios son
las costumbres, la inteligencia y la educación que tienen el hombre y la
mujer. Sabed, por último, que tanto mejor y más provechoso será el
casamiento, -106- cuanto más distinguido sea el linaje, mayor la
riqueza, más hermosa la apostura y más estrecha la relación existente
entre las dos familias.
Al conde le agradaron mucho estos razonamientos que Patronio le hizo, y
pensó que eran verdaderos.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo hizo escribir en
este libro e hizo los versos que dicen así:
El verdadero hombre logra todo en su provecho
mas el que no lo es pierde siempre sus derechos.
Cuento XXVI
Lo que sucedió al árbol de la Mentira
Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, sabed que estoy muy pesaroso y en continua pelea con unos
hombres que no me estiman, y son tan farsantes y tan embusteros que
siempre mienten, tanto a mí como a quienes tratan. Dicen unas mentiras
tan parecidas a la verdad que, si a ellos les resultan muy beneficiosas,
a mí me causan gran daño, pues gracias a ellas aumentan su poder y
levantan a la gente contra mí. Pensad que, si yo quisiera obrar como
ellos, sabría hacerlo igual de bien; pero como la mentira es mala, nunca
me he valido de ella. Por vuestro buen entendimiento os ruego que me
aconsejéis el modo de actuar frente a estos hombres.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis lo mejor y más
beneficioso, me gustaría mucho contaros lo que sucedió a la Verdad y la
Mentira.
El conde le pidió que así lo hiciera.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, la Verdad y la Mentira se pusieron
a vivir juntas una vez y, pasado cierto tiempo, la Mentira, que es muy
inquieta, propuso a la Verdad que plantaran un árbol, para que les diese
fruta y poder disfrutar de su sombra en los días más calurosos. La
Verdad, que no tiene doblez y se conforma con poco, aceptó aquella
propuesta.
»Cuando el árbol estuvo ya plantado y había empezado a crecer frondoso,
la Mentira propuso a la Verdad que se lo repartieran entre las dos, cosa
que agradó a la Verdad. La Mentira, dándole a entender con razonamientos
muy bellos y bien construidos que la raíz mantiene al árbol, le da vida
y, por ello, es la mejor parte y la de mayor provecho, aconsejó a la
Verdad que se quedara con las raíces, que viven bajo tierra, en tanto
ella se contentaría con las ramitas que aún habían de salir y vivir por
encima de la tierra, lo que sería un gran peligro, pues estarían a
merced de los hombres, que las podrían cortar o pisar, cosa que también
podrían hacer los animales y las aves. También le dijo que los grandes
calores podrían secarlas, y quemarlas los grandes fríos; por el
contrario, las raíces no estarían expuestas a estos peligros.
»Al oír la Verdad todas estas razones, como es bastante crédula, muy
confiada y no tiene malicia alguna, se dejó convencer por su compañera
la Mentira, creyendo ser verdad lo que le decía. Como pensó que la
Mentira le aconsejaba coger la mejor parte, la Verdad se quedó con la
raíz y se puso muy contenta con su parte. Cuando la Mentira terminó su
reparto, se alegró muchísimo por haber engañado a su amiga, gracias a su
hábil manera de mentir.
»La Verdad se metió bajo tierra para vivir, pues allí estaban las
raíces, que ella había elegido, y la Mentira permaneció encima de la
tierra, con los hombres y los demás seres vivos. Y como la Mentira es
muy lisonjera, en poco tiempo se ganó la admiración de las gentes, pues
su árbol comenzó a crecer y a echar grandes ramas y hojas que daban
fresca sombra; también nacieron en el árbol flores muy hermosas, de
muchos colores y gratas a la vista.
»Al ver las gentes un árbol tan hermoso, empezaron a reunirse junto a él
muy contentas, gozando de su sombra y de sus flores, que eran de colores
muy bellos; la mayoría de la gente permanecía allí, e incluso quienes
vivían lejos se recomendaban el árbol de la Mentira por su alegría,
sosiego y fresca sombra.
»Cuando todos estaban juntos bajo aquel árbol, como la Mentira es muy
sabia y muy halagüeña, les otorgaba muchos placeres y les enseñaba su
ciencia, que ellos aprendían con mucho gusto. De esta forma ganó la
confianza de casi todos: a unos les enseñaba mentiras sencillas; a
otros, más sutiles, mentiras dobles; y a los más sabios, mentiras
triples.
»Señor conde, debéis saber que es mentira sencilla cuando uno dice a
otro: «Don Fulano, yo haré tal cosa por vos», sabiendo que es falso.
Mentira doble es cuando una persona hace solemnes promesas y juramentos,
otorga garantías, autoriza a otros para que negocien por él y, mientras
va dando tales certezas, va pensando la manera de cometer su engaño. Mas
la mentira triple, muy dañina, es la del que miente y engaña diciendo la
verdad.
»Tanto sabía de esto la Mentira y tan bien lo enseñaba a quienes querían
acogerse a la sombra de su árbol, que los hombres siempre acababan sus
asuntos engañando y mintiendo, y no encontraban a nadie que no supiera
mentir que no acabara siendo iniciado en esa falsa ciencia. En parte por
la hermosura del árbol y en parte también por la gran sabiduría que la
Mentira les enseñaba, las gentes deseaban mucho vivir bajo aquella
sombra y aprender lo que la Mentira podía enseñarles.
»Así la Mentira se sentía muy honrada y era muy considerada por las
gentes, que buscaban siempre su compañía: al que menos se acercaba a
ella y menos sabía de sus artes, todos lo despreciaban, e incluso él
mismo se tenía en poco.
»Mientras esto le ocurría a la Mentira, que se sentía muy feliz, la
triste y despreciada Verdad estaba escondida bajo la tierra, sin que
nadie supiera de ella ni la quisiera ir a buscar. Viendo la Verdad que
no tenía con qué alimentarse, sino con las raíces de aquel árbol que la
Mentira le aconsejó tomar como suyas, y a falta de otro alimento, se
puso a roer y a cortar para su sustento las raíces del árbol de la
Mentira. Aunque el árbol tenía gruesas ramas, hojas muy anchas que daban
mucha sombra y flores de colores muy alegres, antes de que llegase a dar
su fruto fueron cortadas todas sus raíces pues se las tuvo que comer la
Verdad.
»Cuando las raíces desaparecieron, estando la Mentira a la sombra de su
árbol con todas las gentes que aprendían sus artimañas, se levantó
viento y movió el árbol, que, como no tenía raíces, muy fácilmente cayó
derribado sobre la Mentira, a la que hirió y quebró muchos huesos, así
como a sus acompañantes, que resultaron muertos o malheridos. Todos,
pues, salieron muy mal librados.
»Entonces, por el vacío que había dejado el tronco, salió la Verdad, que
estaba escondida, y cuando llegó a la superficie vio que la Mentira y
todos los que la acompañaban estaban muy maltrechos y habían recibido
gran daño por haber seguido el camino de la Mentira.
»Vos, señor Conde Lucanor, fijaos en que la Mentira tiene muy grandes
ramas y sus flores, que son sus palabras, pensamientos o halagos, son
muy agradables y gustan mucho a las gentes, aunque sean efímeros y nunca
lleguen a dar buenos frutos. Por ello, aunque vuestros enemigos usen de
los halagos y engaños de la mentira, evitadlos cuanto pudiereis, sin
imitarlos nunca en sus malas artes y sin envidiar la fortuna que hayan
conseguido mintiendo, pues ciertamente les durará poco y no llegarán a
buen fin. Así, cuando se encuentren más confiados, les sucederá como al
árbol de la Mentira y a quienes se cobijaron bajo él. Aunque muchas
veces en nuestros tiempos la verdad sea menospreciada, abrazaos a ella y
tenedla en gran estima, pues por ella seréis feliz, acabaréis bien y
ganaréis el perdón y la gracia de Dios, que os dará prosperidad en este
mundo, os hará muy honrado y os concederá la salvación para el otro.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, siguió sus
enseñanzas y le fue bien.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este
libro y compuso unos versos que dicen así:
Evitad la mentira y abrazad la verdad
que su daño consigue el que vive en el mal.
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