martes, 12 de agosto de 2014

El Conde Lucanor

Animación a la Lectura
"Cuéntame un Cuento"

Yo, don Juan, hijo del infante don Manuel, adelantado mayor del Reino de Murcia, escribí este libro con las más bellas palabras que encontré, entre las cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los oyeren. Hice así, al modo de los médicos que, cuando quieren preparar una medicina para el hígado, como al hígado agrada lo dulce, ponen en la medicina un poco de azúcar o miel, u otra cosa que resulte dulce, pues por el gusto que siente el hígado a lo dulce, lo atrae para sí, y con ello a la medicina que tanto le beneficiará. Lo mismo hacen con cualquier miembro u órgano que necesite una medicina, que siempre la mezclan con alguna cosa que resulte agradable a aquel órgano, para que se aproveche bien de ella. Siguiendo este ejemplo, haré este libro, que resultará útil para quienes lo lean, si por su voluntad encuentran agradables las enseñanzas que en él se contienen; pero incluso los que no lo entiendan bien, no podrán evitar que sus historias y agradable estilo los lleven a leer las enseñanzas que tiene entremezclados, por lo que, aunque no lo deseen, sacarán provecho de ellas, al igual que el hígado y los demás órganos se benefician y mejoran con las medicinas en las que se ponen agradables sustancias. Dios, que es perfecto y fuente de toda perfección, quiera, por su bondad y misericordia, que todos los que lean este libro saquen el provecho debido de su lectura, para mayor gloria de Dios, salvación de su alma y provecho para su cuerpo, como Él sabe muy bien que yo, don Juan, pretendo. Quienes encuentren en el libro alguna incorrección, que no la imputen a mi voluntad, sino a mi falta de entendimiento; sin embargo, cuando encuentren algún ejemplo provechoso y bien escrito, deberán agradecerlo a Dios, pues Él es por quien todo lo perfecto y hermoso se dice y se hace.
Terminado ya el prólogo, comenzaré la materia del libro, imaginando las conversaciones entre un gran señor, el Conde Lucanor y su consejero, llamado Patronio.

Cuento I
Lo que sucedió a un rey y a un ministro suyo

Una vez estaba hablando apartadamente el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, un hombre ilustre, poderoso y rico, no hace mucho me dijo de modo confidencial que, como ha tenido algunos problemas en sus tierras, le gustaría abandonarlas para no regresar jamás, y, como me profesa gran cariño y confianza, me querría dejar todas sus posesiones, unas vendidas y otras a mi cuidado. Este deseo me parece honroso y útil para mí, pero antes quisiera saber qué me aconsejáis en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, bien sé que mi consejo no os hace mucha falta, pero, como confiáis en mí, debo deciros que ese que se llama vuestro amigo lo ha dicho todo para probaros y me parece que os ha sucedido con él como le ocurrió a un rey con un ministro.
El Conde Lucanor le pidió que le contara lo ocurrido.
-Señor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un ministro en quien confiaba mucho. Como a los hombres afortunados la gente siempre los envidia, así ocurrió con él, pues los demás privados, recelosos de su influencia sobre el rey, buscaron la forma de hacerle caer en desgracia con su señor. Lo acusaron repetidas veces ante el rey, aunque no consiguieron que el monarca le retirara su confianza, dudara de su lealtad o prescindiera de sus servicios. Cuando vieron la inutilidad de sus acusaciones, dijeron al rey que aquel ministro maquinaba su muerte para que su hijo menor subiera al trono y, cuando él tuviera la tutela del infante, se haría con todo el poder proclamándose señor de aquellos reinos. Aunque hasta entonces no habían conseguido levantar sospecha en el ánimo del rey, ante estas murmuraciones el monarca empezó a recelar de él; pues en los asuntos más importantes no es juicioso esperar que se cumplan, sino prevenirlos cuando aún tienen remedio. Por ello, desde que el rey concibió dudas de su privado, andaba receloso, aunque no quiso hacer nada contra él hasta estar seguro de la verdad.
»Quienes urdían la caída del privado real aconsejaron al monarca el modo de probar sus intenciones y demostrar así que era cierto cuanto se decía de él. Para ello expusieron al rey un medio muy ingenioso que os contaré en seguida. El rey resolvió hacerlo y lo puso en práctica, siguiendo los consejos de los demás ministros.
»Pasados unos días, mientras conversaba con su privado, le dijo entre otras cosas que estaba cansado de la vida de este mundo, pues le parecía que todo era vanidad. En aquella ocasión no le dijo nada más. A los pocos días de esto, hablando otra vez con aquel ministro, volvió el rey sobre el mismo tema, insistiendo en la vaciedad de la vida que llevaba y de cuanto boato rodeaba su existencia. Esto se lo dijo tantas veces y de tantas maneras que el ministro creyó que el rey estaba desengañado de las vanidades del mundo y que no le satisfacían ni las riquezas ni los placeres en que vivía. El rey, cuando vio que a su privado le había convencido, le dijo un día que estaba decidido a alejarse de las glorias del mundo y quería marcharse a un lugar recóndito donde nadie lo conociera para hacer allí penitencia por sus pecados. Recordó al ministro que de esta forma pensaba lograr el perdón de Dios y ganar la gloria del Paraíso.
»Cuando el privado oyó decir esto a su rey, pretendió disuadirlo con numerosos argumentos para que no lo hiciera. Por ello, le dijo al monarca que, si se retiraba al desierto, ofendería a Dios, pues abandonaría a cuantos vasallos y gentes vivían en su reino, hasta ahora gobernados en paz y en justicia, y que, al ausentarse él, habría desórdenes y guerras civiles, en las que Dios sería ofendido y la tierra destruida. También le dijo que, aunque no dejara de cumplir su deseo por esto, debía seguir en el trono por su mujer y por su hijo, muy pequeño, que correrían mucho peligro tanto en sus bienes como en sus propias vidas.
»A esto respondió el rey que, antes de partir, ya había dispuesto la forma en que el reino quedase bien gobernado y su esposa, la reina, y su hijo, el infante, a salvo de cualquier peligro. Todo se haría de esta manera: puesto que a él lo había criado en palacio y lo había colmado de honores, estando siempre satisfecho de su lealtad y de sus servicios, por lo que confiaba en él más que en ninguno de sus privados y consejeros, le encomendaría la protección de la reina y del infante y le entregaría todos los fuertes y bastiones del reino, para que nadie pudiera levantarse contra el heredero. De esta manera, si volvía al cabo de un tiempo, el rey estaba seguro de encontrar en paz y en orden cuanto le iba a entregar. Sin embargo, si muriera, también sabía que serviría muy bien a la reina, su esposa, y que educaría en la justicia al príncipe, a la vez que mantendría en paz el reino hasta que su hijo tuviera la edad de ser proclamado rey. Por todo esto, dijo al ministro, el reino quedaría en paz y él podría hacer vida retirada.
»Al oír el privado que el rey le quería encomendar su reino y entregarle la tutela del infante, se puso muy contento, aunque no dio muestras de ello, pues pensó que ahora tendría en sus manos todo el poder, por lo que podría obrar como quisiere.
»Este ministro tenía en su casa, como cautivo, a un hombre muy sabio y gran filósofo, a quien consultaba cuantos asuntos había de resolver en la corte y cuyos consejos siempre seguía, pues eran muy profundos.
»Cuando el privado se partió del rey, se dirigió a su casa y le contó al sabio cautivo cuanto el monarca le había dicho, entre manifestaciones de alegría y contento por su buena suerte ya que el rey le iba a entregar todo el reino, todo el poder y la tutela del infante heredero.
»Al escuchar el filósofo que estaba cautivo el relato de su señor, comprendió que este había cometido un grave error, pues sin duda el rey había descubierto que el ministro ambicionaba el poder sobre el reino y sobre el príncipe. Entonces comenzó a reprender severamente a su señor diciéndole que su vida y hacienda corrían grave peligro, pues cuanto el rey le había dicho no era sino para probar las acusaciones que algunos habían levantado contra él y no por que pensara hacer vida retirada y de penitencia. En definitiva, su rey había querido probar su lealtad y, si viera que se alegraba de alzarse con todo el poder, su vida correría gravísimos riesgos.
»Cuando el privado del rey escuchó las razones de su cautivo, sintió gran pesar, porque comprendió que todo había sido preparado como este decía. El sabio, que lo vio tan acongojado, le aconsejó un medio para evitar el peligro que lo amenazaba.
»Siguiendo sus consejos, el privado, aquella misma noche, se hizo rapar la cabeza y cortar la barba, se vistió con una túnica muy tosca y casi hecha jirones, como las que llevan los mendigos que piden en las romerías, cogió un bordón y se calzó unos zapatos rotos aunque bien clavados, y cosió en los pliegues de sus andrajos una gran cantidad de doblas de oro. Antes del amanecer encaminó sus pasos a palacio y pidió al guardia de la puerta que dijese al rey que se levantase, para que ambos pudieran abandonar el reino -antes de que la gente despertara, pues él ya lo estaba esperando; le pidió también que todo se lo dijera sin ser oído por nadie. El guardia, cuando así vio al privado del rey, quedó muy asombrado, pero fue a la cámara real y dio el mensaje al rey, que también se asombró mucho e hizo pasar a su privado.
»El rey, al ver con aquellos harapos a su ministro, le preguntó por qué iba vestido así. Contestó el privado que, puesto que el rey le había expresado su intención de irse al desierto y como seguía dispuesto a hacerlo, él, que era su privado, no quería olvidar cuantos favores le debía, sino que, al igual que había compartido los honores y los bienes de su rey, así, ahora que él marchaba a otras tierras para llevar vida de penitencia, querría él seguirlo para compartirla con su señor. Añadió el ministro que, si al rey no le dolían ni su mujer, ni su hijo, ni su reino, ni cuantos bienes dejaba, no había motivo para que él sintiese mayor apego, por lo cual partiría con él y le serviría siempre, sin que nadie lo notara. Finalmente le dijo que llevaba tanto dinero cosido a su ropa que nunca habría de faltarles nada en toda su vida y que, pues habían de partir, sería mejor hacerlo antes de que pudiesen ser reconocidos.
»Cuando el rey oyó decir esto a su privado, pensó que actuaba así por su lealtad y se lo agradeció mucho, contándole cómo lo envidiaban los otros privados, que estuvieron a punto de engañarlo, y cómo él se decidió aprobar su fidelidad. Así fue como el ministro estuvo a punto de ser engañado por su ambición, pero Dios quiso protegerlo por medio del consejo que le dio aquel sabio cautivo en su casa.
»Vos, señor conde, es preciso que evitéis caer en el engaño de quien se dice amigo vuestro, pero ciertamente lo que os propuso sólo es para probaros y no porque piense hacerlo. Por eso os convendrá hablar con él, para que le demostréis que sólo buscáis su honra y provecho, sin sentir ambición ni deseo de sus bienes, pues la amistad no puede durar mucho cuando se ambicionan las riquezas de un amigo.
El conde vio que Patronio le había aconsejado muy bien, obró según sus recomendaciones y le fue muy provechoso hacerlo así.
Y, viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que condensan toda su moraleja:
No penséis ni creáis que por un amigo
hacen algo los hombres que les sea un peligro.
 
También hizo otros que dicen así:
Con la ayuda de Dios y con buen consejo,
sale el hombre de angustias y cumple su deseo.

Cuento II
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo

Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba muy preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor -continuó Patronio-, me gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo algunos proyectos que eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en futuras empresas.
»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. -38- Un día de mercado dijo el padre que irían los dos allí para comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.
»Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros, replicándole el hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
»Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos, contestándole el joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:
»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que eso sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por ello te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así, quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más conveniente.
»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de hacerlos por miedo a las críticas de la gente.
El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy provechoso.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:
Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,
buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.


Cuento III
Lo que sucedió al rey Ricardo de Inglaterra cuando saltó al mar para luchar contra los moros

Un día se retiró el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo así:
-Patronio, yo confío mucho en vuestro buen juicio y sé que, en lo que vos no sepáis o no podáis aconsejarme, no habrá nadie en el mundo que pueda hacerlo; por eso os ruego que me aconsejéis como mejor sepáis en los que ahora os diré. Bien sabéis que yo ya no soy muy joven y que, desde que nací hasta ahora, me crie y viví siempre envuelto en guerras, unas veces contra moros, otras con los cristianos y las más fueron contra los reyes, mis señores, o contra mis vecinos. En mis luchas con mis hermanos cristianos, aunque yo intenté que nunca se iniciara la guerra por mi culpa, fue inevitable que muchos inocentes recibieran gran daño. Apesadumbrado por esto y por otros pecados que he cometido contra Dios Nuestro Señor, y también porque veo que nada ni nadie en este mundo puede asegurarme que hoy mismo no haya de morir; seguro de que por mi edad no viviré mucho más y sabiendo que deberé comparecer ante Dios, que es juez que no se deja engañar por las palabras sino que juzga a cada uno por sus buenas o malas obras; y en la certeza de que, si Dios halla en mí pecados por los que deba sufrir castigo eterno, no podrá evitar los males y dolores del Infierno, donde ningún bien de este mundo podrá aliviar mis penas y donde sufriré eternamente; sabiendo en cambio que, si Dios se mostrase clemente y me señalara como uno de los suyos en el Paraíso, no habría placer o dicha en este mundo que pudiera igualársele. Y como Cielo o Infierno no se merecen sino por las obras, os pido que, de acuerdo con mi estado y dignidad, me aconsejéis la mejor manera de hacer penitencia por mis culpas y conseguir la gracia ante Dios.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me agradan vuestras razones, y sobre todo porque me habéis dicho que os aconseje según vuestro estado, porque si me lo hubierais pedido de otra forma pensaría que lo hacíais por probarme, como sucedió en la historia que os conté otro día de aquel rey con su privado. Y me agrada mucho que queráis hacer penitencia de vuestras faltas, según vuestro estado y dignidad, pues tened por cierto que si vos, señor Conde Lucanor, quisierais dejar vuestro estado y entrar en religión o hacer vida retirada, no podríais evitar que os sucediera una de estas dos cosas: la primera, que seríais muy mal juzgado por las gentes, pues todos dirían que lo hacíais por pobreza de espíritu y porque no os gustaba vivir entre los buenos; la segunda, que os sería muy difícil sufrir las asperezas y sacrificios de la vida conventual, y si después tuvieseis que abandonarla o vivirla sin guardar la regla como se debe, os causaría gran daño para el alma y mucha vergüenza y pérdida de vuestra buena fama. Como tenéis muy buenos propósitos, me gustaría contaros lo que Dios reveló a un ermitaño de santa vida sobre lo que habría de sucederle a él mismo y al rey Ricardo de Inglaterra.
El conde le rogó que le dijese lo ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, un ermitaño llevaba muy santa vida, hacía mucho bien y muchas penitencias para lograr la gracia de Dios. Y por ello, Nuestro Señor fue con él misericordioso y le prometió que entraría en el reino de los cielos. El ermitaño agradeció mucho esta revelación divina y, como estaba ya seguro de salvarse, rogó a Dios que le indicara quién sería su compañero en el Paraíso. Y aunque Nuestro Señor le dijo por medio de un ángel que no preguntara tal cosa, tanto insistió el ermitaño que Dios Nuestro Señor accedió a darle una respuesta y, así, le hizo saber por un ángel que el rey de Inglaterra y él estarían juntos en el Paraíso.
»Tal respuesta no agradó mucho al ermitaño, pues conocía muy bien al rey y sabía que siempre andaba en guerras y que había matado, robado y desheredado a muchos, y había llevado una vida muy opuesta a la suya, que le parecía muy alejada del camino de la salvación. Por todo esto estaba el ermitaño muy disgustado.
»Cuando Dios Nuestro Señor lo vio así, le mandó decir con el ángel que no se quejara ni se sorprendiera de lo que le había dicho, y que debía estar seguro de que más honra y más galardón merecía ante Dios el rey Ricardo con un solo salto que él con todas sus buenas obras. El ermitaño se quedó muy sorprendido y le preguntó al ángel cómo podía ser así.
»El ángel le contó que los reyes de Francia, Inglaterra y Navarra habían pasado a Tierra Santa. Y cuando llegaron al puerto, estando todos armados para emprender la conquista, vieron en las riberas tal cantidad de moros que dudaron de poder desembarcar. Entonces el rey de Francia pidió al rey de Inglaterra que viniese a su nave para decidir los dos lo que habrían de hacer. El rey de Inglaterra, que estaba a caballo, cuando esto oyó al mensajero, le contestó que dijese a su rey que como, por desgracia, él había agraviado y ofendido a Dios muchas veces y siempre le había pedido ocasión para desagraviarle y pedirle perdón, veía que, gracias a Dios, había llegado el día que tanto esperaba, pues si allí muriese, como había hecho penitencia antes de abandonar su tierra y estaba muy arrepentido, era seguro que Dios tendría misericordia de su alma, y si los moros fuesen vencidos sería para honra de Dios y ellos, como cristianos, podrían sentirse muy dichosos.
»Cuando hubo dicho esto, encomendó su cuerpo y su alma a Dios, pidió que le ayudase y, haciendo la señal de la cruz, mandó a sus soldados que le siguieran. Luego picó con las espuelas a su caballo y saltó al mar, hacia la orilla donde estaban los moros. Aunque muy cerca del puerto, el mar era bastante profundo, por lo que el rey y su caballo quedaron cubiertos por las aguas y no parecían tener salvación; pero Dios, como es omnipotente y muy piadoso, acordándose de lo que dicen los evangelios (que Él no busca la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva), ayudó en aquel peligro al rey de Inglaterra, evitó su muerte carnal, le otorgó la vida eterna y le salvó de morir ahogado. El rey, después, se lanzó contra los moros.
»Cuando los ingleses vieron a su rey entrar en combate, saltaron todos al mar para ayudarle y se lanzaron contra los enemigos. Al ver esto los franceses, pensaron que sería una afrenta para ellos no entrar en combate y, como no son gente que soporte los agravios, saltaron todos al mar y lucharon contra los moros. Cuando estos les vieron iniciar su ataque, sin miedo a morir y con ánimo tan gallardo, rehusaron enfrentarse a ellos, abandonando el puerto y huyendo en desbandada. Al llegar a tierra, los cristianos mataron a cuantos pudieron alcanzar y consiguieron la victoria, prestando gran servicio a la causa del Señor. Tan gran victoria se inició con el salto que dio en el mar el rey de Inglaterra.
»Al oír esto el ermitaño, quedó muy contento y comprendió que Dios le concedía un gran honor al ponerle como compañero en el Paraíso a un hombre que le había servido de esta manera y que había ensalzado la fe católica.
»Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis servir a Dios y hacer penitencia de vuestras culpas, reparad el daño que hayáis podido hacer, antes de partir de vuestra tierra. Haced penitencia por vuestros pecados y no hagáis caso a las galas del mundo, que es todo vanidad, ni creáis a quienes os digan que debéis preocuparos por vuestra honra, pues así llaman a mantener muchos criados, sin mirar si tienen para alimentarlos y sin pensar cómo acabaron o cuántos quedaron de quienes sólo se preocupaban por este tipo de vanagloria. Vos, señor Conde Lucanor, porque queréis servir a Dios y hacer penitencia de vuestras culpas, no sigáis ese camino vacío y lleno de vanidades. Mas, pues Dios os entregó tierras donde podáis servirle luchando contra los moros, por mar y por tierra, haced cuanto podáis para asegurar lo que tenéis. Y dejando en paz vuestros señoríos y habiendo pedido perdón por vuestras culpas, para hacer cumplida penitencia y para que todos bendigan vuestras buenas obras, podréis abandonar todo lo demás, estando siempre al servicio de Dios y terminar así vuestra vida.
»Esta es, en mi opinión, la mejor manera de salvar vuestra alma, de acuerdo con vuestro estado y dignidad. Y también debéis creer que por servir a Dios de este modo no moriréis antes, ni viviréis más si os quedáis en vuestras tierras. Y si murierais sirviendo a Dios, viviendo como os he dicho, seréis contado entre los mártires y bienaventurados; pues, aunque no muráis en combate, la buena voluntad y las buenas obras os harán mártir, y los que os quieran criticar no podrán hacerlo pues todos verán que no abandonáis la caballería, sino que deseáis ser caballero de Dios y dejáis de ser caballero del Diablo y de las vanidades del mundo, que son perecederas.
»Ya, señor conde, os he aconsejado, como me pedisteis, para que podáis salvar vuestra alma, permaneciendo en vuestro estado. Y así imitaréis al rey Ricardo de Inglaterra cuando saltó al mar para comenzar tan gloriosa acción.
Al conde le gustó mucho el consejo que le dio Patronio y le pidió a Dios que le ayudara para ponerlo en práctica, como su consejero le decía y él deseaba.
Y viendo don Juan que este era un cuento ejemplar, lo mandó poner en este libro y compuso estos versos que lo resumen. Los versos dicen así:
Quien se sienta caballero
debe imitar este salto,
no encerrado en monasterio
tras de los muros más altos.

Cuento IV
Lo que, al morirse, dijo un genovés a su alma

Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le contaba lo siguiente:
-Patronio, gracias a Dios yo tengo mis tierras bien cultivadas y pacificadas, así como todo lo que preciso según mi estado y, por suerte, quizás más, según dicen mis iguales y vecinos, algunos de los cuales me aconsejan que inicie una empresa de cierto riesgo. Pero aunque yo siento grandes deseos de hacerlo, por la confianza que tengo en vos no la he querido comenzar hasta hablaros, para que me aconsejéis lo que deba hacer en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis lo más conveniente, me gustaría mucho contaros lo que le sucedió a un genovés.
El conde le pidió que así lo hiciera.
Patronio comenzó:
-Señor Conde Lucanor, había un genovés muy rico y muy afortunado, en opinión de sus vecinos. Este genovés enfermó gravemente y, notando que se moría, reunió a parientes y amigos y, cuando estos llegaron, mandó llamar a su mujer y a sus hijos; se sentó en una sala muy hermosa desde donde se veía el mar y la costa; hizo traer sus joyas y riquezas y, cuando las tuvo cerca, comenzó a hablar en broma con su alma:
»-Alma, bien veo que quieres abandonarme y no sé por qué, pues si buscas mujer e hijos, aquí tienes unos tan maravillosos que podrás sentirte satisfecha; si buscas parientes y amigos, también aquí tienes muchos y muy distinguidos; si buscas plata, oro, piedras preciosas, joyas, tapices, mercancías para traficar, aquí tienes tal cantidad que nunca ambicionarás más; si quieres naves y galeras que te produzcan riqueza y aumenten tu honra, ahí están, en el puerto que se ve desde esta sala; si buscas tierras y huertas fértiles, que también sean frescas y deleitosas, están bajo estas ventanas; si quieres caballos y mulas, y aves y perros para la caza y para tu diversión, -45- y hasta juglares para que te acompañen y distraigan; si buscas casa suntuosa, bien equipada con camas y estrados y cuantas cosas son necesarias, de todo esto no te falta nada. Y pues no te das por satisfecha con tantos bienes ni quieres gozar de ellos, es evidente que no los deseas. Si prefieres ir en busca de lo desconocido, vete con la ira de Dios, que será muy necio quien se aflija por el mal que te venga.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues gracias a Dios estáis en paz, con bien y con honra, pienso que no será de buen juicio arriesgar todo lo que ahora poseéis para iniciar la empresa que os aconsejan, pues quizás esos consejeros os lo dicen porque saben que, una vez metido en ese asunto, por fuerza habréis de hacer lo que ellos quieran y seguir su voluntad, mientras que ahora que estáis en paz, siguen ellos la vuestra. Y quizás piensan que de este modo podrán medrar ellos, lo que no conseguirían mientras vos viváis en paz, y os sucedería lo que al genovés con su alma; por eso prefiero aconsejaros que, mientras podáis vivir con tranquilidad y sosiego, sin que os falte nada, no os metáis en una empresa donde tengáis que arriesgarlo todo.
Al conde le agradó mucho este consejo que le dio Patronio, obró según él y obtuvo muy buenos resultados.
Y cuando don Juan oyó este cuento, lo consideró bueno, pero no quiso hacer otra vez versos, sino que lo terminó con este refrán muy extendido entre las viejas de Castilla:
El que esté bien sentado, no se levante.


Cuento V
Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico

Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho poder y muy buenas cualidades. Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me pareció muy provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y, aunque parecía efectivamente de mucho interés, Patronio descubrió que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y así os dice que vuestro poder y vuestro estado son mayores de lo que en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
Y el conde le preguntó lo ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un gran pedazo de queso y se subió a un árbol para comérselo con tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de quitárselo. Con ese fin le dijo:
»-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía, pero aunque os he buscado por todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que veáis que no trato de lisonjearos, no sólo os diré vuestras buenas prendas, sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como el color de vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan bonito como otros colores, el ser vos tan negro os hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son negras, tienen un tono azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues -47- vuestros ojos son para ver, como el negro hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos alaban los ojos de la gacela, que los tiene más oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que voláis con tal ligereza que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte, cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y así creo que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto en todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros y he podido comprobar que sois más bello de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.
»Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo verdades a medias y, así, estad seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.
»Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba y, pensando que era su amiga, no sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso a tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que le hizo creerse más hermoso y más perfecto de lo que realmente era.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere convencer de que vuestro poder y estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros. Y, por tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.
Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que resumen la moraleja. Estos son los versos:
Quien te encuentra bellezas que no tienes,
siempre busca quitarte algunos bienes.
 
Cuento VI
Lo que sucedió a la golondrina con los otros pájaros cuando vio sembrar el lino

Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, me han asegurado que unos nobles, que son vecinos míos y mucho más fuertes que yo, se están juntando contra mí y, con malas artes, buscan la manera de hacerme daño; yo no lo creo ni tengo miedo, pero, como confío en vos, quiero pediros que me aconsejéis si debo estar preparado contra ellos.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio- para que podáis hacer lo que en este asunto me parece más conveniente, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a la golondrina con las demás aves.
El conde le preguntó qué había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio- la golondrina vio que un hombre sembraba lino y, guiada por su buen juicio, pensó que, cuando el lino creciera, los hombres podrían hacer con él redes y lazos para cazar a los pájaros. Inmediatamente se dirigió a estos, los reunió y les dijo que los hombres habían plantado lino y que, si llegara a crecer, debían estar seguros de los peligros y daños que ello suponía. Por eso les aconsejó ir a los campos de lino y arrancarlo antes de que naciese. Les hizo esa propuesta porque es más fácil atacar los males en su raíz, pero después es mucho más difícil. Sin embargo, las demás aves no le dieron ninguna importancia y no quisieron arrancar la simiente. La golondrina les insistió muchas veces para que lo hicieran, hasta que vio cómo los pájaros no se daban cuenta del peligro ni les preocupaba; pero, mientras tanto, el lino seguía encañando y las aves ya no podían arrancarlo con sus picos y patas. Cuando los pájaros vieron que el lino estaba ya muy crecido y que no podían reparar el daño que se les avecinaba, se arrepintieron por no haberle puesto remedio antes, aunque sus lamentaciones fueron inútiles pues ya no podían evitar su mal.
»Antes de esto que os he contado, viendo la golondrina que los demás pájaros no querían remediar el peligro que los amenazaba, habló con los -49- hombres, se puso bajo su protección y ganó tranquilidad y seguridad para sí y para su especie. Desde entonces las golondrinas viven seguras y sin daño entre los hombres, que no las persiguen. A las demás aves, que no supieron prevenir el peligro, las acosan y cazan todos los días con redes y lazos.
»Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis evitar el daño que os amenaza, estad precavido y tomad precauciones antes de que sea ya demasiado tarde: pues no es prudente el que ve las cosas cuando ya suceden o han ocurrido, sino quien por un simple indicio descubre el peligro que corre y pone soluciones para evitarlo.
Al conde le agradó mucho este consejo, actuó de acuerdo con él y le fue muy bien.
Como don Juan vio que este era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:
Los males al comienzo debemos arrancar,
porque una vez crecidos, ¿quién los atajará?

Cuento VII
Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana

Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.
Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde:
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
El conde le preguntó lo que le había pasado a esta.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.
»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque había nacido muy pobre.
»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente -51- porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos versos:
En realidades ciertas os podéis confiar,
mas de las fantasías os debéis alejar.

Cuento VIII
Lo que sucedió a un hombre al que tenían que limpiarle el hígado


Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Ahora estoy necesitado de dinero, aunque Dios me ha hecho venturoso otras muchas veces. Creo que tendré que vender una de mis tierras, aquella por la que más cariño siento, aunque, si lo hago, me resultará muy doloroso, o bien tendré que hacer otra cosa que me dolerá tanto como la anterior. Tengo que hacerlo para salir del agobio y de la penuria en que estoy, pues, aunque me ven así, y a pesar de que no lo necesitan verdaderamente, vienen a mí muchas gentes a pedirme un dinero que tantos sacrificios me va a costar. Por el buen juicio que Dios ha puesto en vos, os ruego que me digáis lo que debo hacer en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio- me parece que os ocurre a vos con esa gente lo que le pasó a un hombre que estaba muy enfermo.
Y el conde le rogó que le contara lo acaecido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un hombre que estaba muy enfermo, al cual dijeron los médicos que no podría curarse si no le hacían una abertura en el costado para sacarle el hígado y lavarlo con unas medicinas. Mientras lo estaban operando, el cirujano tenía el hígado en las manos y, de pronto, un hombre que estaba cerca comenzó a pedirle un trozo de aquel hígado para su gato.
»Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis perjudicaros para conseguir un dinero que después vais a dar a quienes no lo necesitan, podréis hacerlo por vuestro capricho, pero nunca por mi consejo.
Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, siguió sus consejos y le fue muy bien.
Y como don Juan vio que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:
Si no te piensas bien a quién debes prestar,
sólo muy graves daños te podrán aguardar.

Cuento IX
Lo que sucedió a los dos caballos con el león

Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le dijo:
-Patronio, desde hace mucho tiempo tengo un enemigo que me ha hecho mucho daño y yo a él, de modo que por obras y pensamientos estamos muy enemistados. Y ahora sucede que otro caballero, más poderoso que nosotros dos, está haciendo algunas cosas de las que ambos tememos que nos pueda venir mucho daño. Mi enemigo me ha sugerido que nos unamos y preparemos nuestra defensa contra el que desea atacarnos, pues si los dos estamos unidos le haremos frente con facilidad; pero si uno abandona al otro, cualquiera de nosotros que vaya contra aquel caballero no podrá vencerlo y, cuando uno de los dos sea derrotado, el que sobreviva será vencido aún más fácilmente. Por eso tengo serias dudas en este asunto, pues si hacemos las paces habremos de fiarnos el uno del otro, por lo cual, si aquel enemigo mío me quiere engañar y si yo estuviese en sus manos, mi vida correría peligro; pero por otra parte, si no nos unimos como me sugiere, nos puede venir mucho daño, tal como os he dicho. Por la confianza que tengo en vos y por vuestro buen juicio, os ruego que me deis consejo para obrar como mejor deba.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, la cosa es importante y al mismo tiempo peligrosa. Para que mejor sepáis lo que debéis hacer, me gustaría contaros lo que ocurrió en Túnez a dos caballeros que vivían con el infante don Enrique.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -comenzó Patronio-, dos caballeros que estaban en Túnez con el infante don Enrique eran muy amigos y vivían juntos. Estos dos caballeros no tenían sino un caballo cada uno, y mientras ellos se estimaban y respetaban, sus caballos se tenían un odio feroz. Como los caballeros no eran tan ricos que pudieran pagar estancias distintas, y por la malquerencia de sus caballos no podían compartirlas, llevaban una vida muy enojosa. Cuando pasó cierto tiempo y vieron que no había solución, se -55- lo contaron al infante don Enrique y le pidieron como favor que echara aquellos caballos a un león que tenía el rey de Túnez.
»Don Enrique habló con el rey de Túnez, que les pagó muy bien los caballos y los mandó meter en el patio donde estaba el león. Al verse los caballos juntos en aquel lugar, antes de que el león saliese de su jaula empezaron a pelear con mucha ira. Estando en lo más violento de su pelea, abrieron la jaula del león y, cuando los caballos lo vieron suelto por el patio, se echaron a temblar y se fueron acercando el uno al otro. Cuando estuvieron juntos, se quedaron así un rato y luego se lanzaron los dos contra el león, al que atacaron con cascos y dientes de modo tan violento que hubo de buscar refugio en su jaula. Los dos caballos quedaron sin daño, porque el león no pudo herirlos ni siquiera levemente y, después de esto, los dos caballos se hicieron tan amigos que comían en el mismo pesebre y dormían juntos en la misma cuadra, aunque era muy pequeña. Esta amistad nació entre ellos por el miedo que les produjo la presencia del león.
»Vos, señor Conde Lucanor, si creéis que vuestro enemigo tiene tanto miedo del otro porque le puede causar mucho daño y os necesita tanto a vos que forzosamente ha de olvidar vuestras antiguas rencillas, pues piensa que sin vos no puede defenderse, creo que, del mismo modo que los caballos se fueron acercando poco a poco hasta perder el recelo mutuo y estuvieron bien seguros el uno del otro, así vos debéis confiar poco a poco en vuestro antiguo enemigo. Y si siempre encontráis en él buenas obras y fidelidad, de modo que estéis seguro de que nunca os hará daño, por muy bien que vayan sus cosas, entonces haréis bien y os será muy útil ir en su ayuda para que no os destruya ni conquiste aquel otro enemigo; pues en muchas ocasiones debemos soportar, perdonar y auxiliar a nuestros parientes y vecinos para que nos defiendan contra los extraños. Pero si viereis que vuestro enemigo es de tal condición que, desde que le hayáis ayudado y sacado del peligro, al tener sus tierras a salvo, se levantará contra vos y no podréis confiar en él, no sería muy sensato que le ayudarais sino que debéis apartaros de él cuanto podáis, porque habréis comprobado que, aunque estaba él en un trance muy apurado, no quiso olvidar su antiguo recelo contra vos, sino que esperaba el momento oportuno de causar vuestro daño, con lo cual queda bien patente que no deberéis ayudarle a salir del peligro en que ahora se encuentra.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo, pues comprendió que le daba un buen consejo.
-56-
Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:
Estando vuestras tierras protegidas de daño,
evitad las argucias que urden los extraños.

Cuento X
Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía altramuces

Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo:
-Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún consejo para evitar esta congoja.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos.
El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico.
»Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado, -58- pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra vez volvió a ser rico.
»Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros.
Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se encontraba.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:
Por padecer pobreza nunca os desaniméis,
porque otros más pobres un día encontraréis.

Cuento XI
Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo

Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente:
-Patronio, un hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que me necesitaba, prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más provechoso y de mayor honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude. Sin haber logrado aún lo que pretendía, pero pensando él que el asunto estaba ya solucionado, le pedí que me ayudara en una cosa que me convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle su ayuda, y nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le pedí. Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia, os ruego que me aconsejéis lo que deba hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que en este asunto hagáis lo que se debe, mucho me gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de Santiago con don Illán, el mago que vivía en Toledo.
El conde le preguntó lo que había pasado.
-Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba aprender el arte de la nigromancia y, como oyó decir que don Illán de Toledo era el que más sabía en aquella época, se marchó a Toledo para aprender con él aquella ciencia. Cuando llegó a Toledo, se dirigió a casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una cámara muy apartada. Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con mucha cortesía y le dijo que no quería que le contase los motivos de su venida hasta que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo acomodó muy bien, le dio todo lo necesario y le hizo saber que se alegraba mucho con su venida.
»Después de comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón de su llegada, rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara aquella ciencia, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le dijo que si ya era deán y persona muy respetada, podría alcanzar más altas dignidades -60- en la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho, cuando consiguen todo lo que deseaban, suelen olvidar rápidamente los favores que han recibido, por lo que recelaba que, cuando hubiese aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer lo que ahora le prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad que alcanzara, no haría sino lo que él le mandase.
»Hablando de este y otros temas estuvieron desde que acabaron de comer hasta que se hizo la hora de la cena. Cuando ya se pusieron de acuerdo, dijo el mago al deán que aquella ciencia sólo se podía enseñar en un lugar muy apartado y que por la noche le mostraría dónde había de retirarse hasta que la aprendiera. Luego, cogiéndolo de la mano, lo llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a una criada, a la que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las asara hasta que él se lo mandase.
»Después llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra muy bien labrada y tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una estancia muy amplia, así como un salón muy adornado, donde estaban los libros y la sala de estudio en la que permanecerían. Una vez sentados, y mientras ellos pensaban con qué libros habrían de comenzar, entraron dos hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío el arzobispo en la que le comunicaba que estaba enfermo y que rápidamente fuese a verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta noticia le causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío sino también porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios apenas iniciados. Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta a su tío, como respuesta a la que había recibido.
»Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una carta para el deán en la que se le comunicaba la muerte de su tío el arzobispo y la reunión que estaban celebrando en la catedral para buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no presente en la catedral.
»Y después de siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien vestidos, con armas y caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la mano y le enseñaron las cartas donde le decían que había sido elegido arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan alta dignidad, le rogaba que concediese su -61- vacante como deán a un hijo suyo. El nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le permitiera otorgar el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su hijo. Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago. Don Illán dijo que lo haría así.
»Marcharon, pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y solemnidad. Cuando vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día enviados del papa con una carta para el arzobispo en la que le concedía el obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo, pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un tío suyo, hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El arzobispo volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo lo acompañasen a Tolosa.
»Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y por la nobleza de aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le dijo que, como tantas veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más excusas para dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su madre, fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que lo acompañara a Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó mucho, pero accedió al ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia la corte romana.
»Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y por la ciudad entera, donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán seguía rogando casi a diario al cardenal para que diese algún beneficio eclesiástico a su hijo, cosa que el cardenal excusaba.
»Murió el papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este cardenal del que os hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que le había prometido tanto tiempo atrás, contestándole el papa que no le apremiara tanto pues siempre habría tiempo y forma de favorecerle. Don Illán empezó a quejarse con amargura, recordándole también las promesas que le había hecho y que nunca había cumplido, y también le dijo que ya se lo esperaba desde la primera -62- vez que hablaron; y que, pues había alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar ningún privilegio, ya no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó hablar así a don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había practicado la magia durante toda su vida.
»Al ver don Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de cuanto había hecho, se despidió de él, que ni siquiera le quiso dar comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa que, como no tenía nada para comer, habría de echar mano a las perdices que había mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a su criada y le mandó que asase las perdices.
»Cuando don Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán de Santiago, tal y como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su vergüenza que no supo qué decir para disculparse. Don Illán lo miró y le dijo que bien podía marcharse, pues ya había comprobado lo que podía esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo invitase a comer.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto habéis ayudado no os lo agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir ayudándole, pues podéis esperar el mismo trato que recibió don Illán de aquel deán de Santiago.
El conde pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y como comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así:
Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis,
menos apoyo os dará cuando lo necesitéis.

Cuento XII
Lo que sucedió a la zorra con un gallo

Una vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo: Patronio, sabéis que, gracias a Dios, mis señoríos son grandes, pero no están todos juntos. Aunque tengo tierras muy bien defendidas, otras no lo están tanto y otras están muy lejos de las tierras donde mi poder es mayor. Cuando me encuentro en guerra con mis señores, los reyes, o con vecinos más poderosos que yo, muchos que se llaman mis amigos y algunos que me quieren aconsejar me atemorizan y asustan, aconsejándome que de ningún modo esté en mis señoríos más apartados, sino que me refugie en los que tienen mejores baluartes, defensas y bastiones, que están en el centro de mis tierras. Como os sé muy leal y muy entendido en estos asuntos, os pido vuestro consejo para hacer ahora lo más conveniente.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, en asuntos graves y problemáticos es muy arriesgado dar un consejo, pues muchas veces podemos equivocarnos, al no estar seguros de cómo terminarán las cosas. Con frecuencia vemos que, pensando una cosa, sale después otra muy distinta, porque lo que tememos que salga mal, sale luego bien, y lo que creíamos que saldría bien, luego resulta mal; por ello, si el consejero es hombre leal y de justa intención, cuando ha de dar un consejo se siente en grave apuro y, si no sale bien, queda el consejero humillado y desacreditado. Por cuanto os digo, señor conde, me gustaría evitarme el aconsejaros, pues se trata de una situación muy delicada y peligrosa, pero como queréis que sea yo quien os aconseje, y no puedo negarme, me gustaría mucho contaros lo que sucedió a un gallo con una zorra.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un buen hombre que tenía una casa en la montaña y que criaba muchas gallinas y gallos, además de otros animales. Sucedió que un día uno de sus gallos se alejó de la casa y se adentró en el campo, sin pensar en el peligro que podía correr, cuando lo vio la zorra, -65- que se le fue acercando muy sigilosamente para matarlo. Al verla, el gallo se subió a un árbol que estaba un poco alejado de los otros. Viendo la zorra que el gallo estaba fuera de su alcance, tomó gran pesar porque se le había escapado y empezó a pensar cómo podía cogerlo. Fue derecha al árbol y comenzó a halagar al gallo, rogándole que bajase y siguiera su paseo por el campo; pero el gallo no se dejó convencer. Viendo la zorra que con halagos no conseguiría nada, empezó a amenazar diciéndole que, pues no se fiaba de ella, ya le buscaría motivos para arrepentirse. Mas como el gallo se sentía a salvo, no hacía caso de sus amenazas ni de sus halagos.
»Cuando la zorra comprendió que no podría engañarlo con estas tretas, se fue al árbol y se puso a roer su corteza con los dientes, dando grandes golpes con la cola en el tronco. El infeliz del gallo se atemorizó sin razón y, sin pensar que aquella amenaza de la zorra nunca podría hacerle daño, se llenó de miedo y quiso huir hacia los otros árboles donde esperaba encontrarse más seguro y, pues no podía llegar a la cima de la montaña, voló a otro árbol. Al ver la zorra que sin motivo se asustaba, empezó a perseguirlo de árbol en árbol, hasta que consiguió cogerlo y comérselo.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues con tanta frecuencia os veis implicado en guerras que no podéis evitar, no os atemoricéis sin motivo ni temáis las amenazas o los dichos de nadie, pero tampoco debéis confiar en alguien que pueda haceros daño, sino esforzaos siempre por defender vuestras tierras más apartadas, que un hombre como vos, teniendo buenos soldados y alimentos, no corre peligro, aunque el lugar no esté muy bien fortificado. Y si por un miedo injustificado abandonáis los puestos más avanzados de vuestro señorío, estad seguro de que os irán quitando los otros hasta dejaros sin tierra; porque como demostréis miedo o debilidad, abandonando alguna de vuestras tierras, mayor empeño pondrán vuestros enemigos en quitaros las que todavía os queden. Además, si vos y los vuestros os mostráis débiles ante unos enemigos cada vez más envalentonados, llegará un momento en que os lo quiten todo; sin embargo, si defendéis bien lo primero, estaréis seguro, como lo habría estado el gallo si hubiera permanecido en el primer árbol. Por eso pienso que este cuento del gallo deberían saberlo todos los que tienen castillos y fortalezas a su cargo, para no dejarse atemorizar con amenazas o con engaños, ni con fosos ni con torres de madera, ni con otras armas parecidas que sólo sirven para infundir temor a los sitiados. Aún os añadiré otra cosa para que veáis que sólo os digo la -66- verdad: jamás puede conquistarse una fortaleza sino escalando sus muros o minándolos, pero si el muro es alto las escaleras no sirven de nada. Y para minar unas murallas hace falta mucho tiempo. Y así, todas las fortalezas que se toman es porque a los sitiados les falta algo o porque sienten miedo sin motivo justificado. Por eso creo, señor conde, que los nobles como vos, e incluso quienes son menos poderosos, deben mirar bien qué acción defensiva emprenden, y llevarla a cabo sólo cuando no puedan evitarla o excusarla. Mas, iniciada la empresa, no debéis atemorizaros por nada del mundo, aunque haya motivos para ello, porque es bien sabido que, de quienes están en peligro, escapan mejor los que se defienden que los que huyen. Pensad, por último, que si un perrillo al que quiere matar un poderoso alano se queda quieto y le enseña los dientes, podrá escapar muchas veces, pero si huye, aunque sea un perro muy grande, será cogido y muerto enseguida.
Al conde le agradó mucho todo esto que Patronio le contó, obró según sus consejos y le fue muy bien.
Y como don Juan pensó que este era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:
No sientas miedo nunca sin razón
y defiéndete bien, como un varón.

Cuento XIII
Lo que sucedió a un hombre que cazaba perdices

Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, algunos nobles muy poderosos y otros que lo son menos, a veces, hacen daño a mis tierras o a mis vasallos, pero, cuando nos encontramos, se excusan por ello, diciéndome que lo hicieron obligados por la necesidad, sintiéndolo muchísimo y sin poder evitarlo. Como yo quisiera saber lo que debo hacer en tales circunstancias, os ruego que me deis vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, lo que me habéis contado, y sobre lo cual me pedís consejo, se parece mucho a lo que ocurrió a un hombre que cazaba perdices.
El conde le pidió que se lo contase.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que tendió sus redes para cazar perdices y, cuando ya había cobrado bastantes, el cazador volvió junto a la red donde estaban sus presas. A medida que las iba cogiendo, las sacaba de la red y las mataba y, mientras esto hacía, el viento, que le daba de lleno en los ojos, le hacía llorar. Al ver esto, una de las perdices, que estaba dentro de la malla, comenzó a decir a sus compañeras:
»-¡Mirad, amigas, lo que le pasa a este hombre! ¡Aunque nos está matando, mirad cómo siente nuestra muerte y por eso llora!
»Pero otra perdiz que estaba revoloteando por allí, que por ser más vieja y más sabia que la otra no había caído en la red, le respondió:
»-Amiga, doy gracias a Dios porque me he salvado de la red y ahora le pido que nos salve a todas mis amigas y a mí de un hombre que busca nuestra muerte, aunque dé a entender con lágrimas que lo siente mucho.
»Vos, señor Conde Lucanor, evitad siempre al que os hace daño, aunque os dé a entender que lo siente mucho; pero si alguno os perjudica, no buscando vuestra deshonra, y el daño no es muy grave para vos, si se trata de una persona a la que estéis agradecido, que además lo ha hecho forzada -68- por las circunstancias, os aconsejo que no le concedáis demasiada importancia, aunque debéis procurar que no se repita tan frecuentemente que llegue a dañar vuestro buen nombre o vuestros intereses. Pero si os perjudica voluntariamente, romped con él para que vuestros bienes y vuestra fama no se vean lesionados o perjudicados.
El conde vio que este era un buen consejo que Patronio le daba, lo siguió y todo le fue bien.
Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos:
A quien te haga mal, aunque sea a su pesar,
busca siempre la forma de poderlo alejar.

Cuento XIV
Milagro que hizo Santo Domingo cuando predicó en el entierro de un comerciante

Otro día, hablando de sus asuntos el Conde Lucanor con Patronio, le dijo:
-Patronio, algunos me aconsejan que reúna la mayor cantidad posible de dinero, y aun me dicen que esto me conviene más que ninguna otra cosa. Por eso os ruego que me deis vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor conde -dijo Patronio-, aunque a los grandes señores os sea necesario tener dinero en muchas ocasiones y, sobre todo, para que nunca incumpláis vuestros deberes por su falta, no por eso podéis pensar en reunir sólo dinero, abandonando otras obligaciones que tenéis con vuestros vasallos, así como las propias de vuestro estado y dignidad, pues si actuarais de ese modo podría sucederos lo que a un lombardo que vivió en Bolonia.
El conde le preguntó qué le había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio-, había en Bolonia un lombardo que acumuló grandes riquezas sin mirar nunca su procedencia, pues sólo buscaba acrecentarlas día a día. El lombardo enfermó muy gravemente, y uno de sus amigos, cuando lo vio tan próximo a la muerte, le pidió que se confesara con santo Domingo, que a la sazón estaba en Bolonia. El lombardo accedió a confesarse.
»Pero cuando llamaron al santo, este vio que era voluntad del Señor que aquel mal hombre sufriese las penas que merecían sus culpas y, por eso, no fue, sino que mandó un fraile para confesarlo. Cuando los hijos del comerciante supieron que se había hecho llamar a santo Domingo, se entristecieron, pensando que el buen santo mandaría a su padre devolver todos sus bienes a cambio de la salvación de su alma, por lo que de esta forma quedarían ellos en la miseria. Así, al llegar el fraile, le dijeron que su padre estaba con sudores y que lo llamarían cuando estuviera un poco mejor.
»Al poco, el padre perdió el habla y murió sin poder hacerlo más preciso para la salvación de su alma. Cuando al otro día lo llevaron a enterrar, pidieron a santo Domingo que predicase en la ceremonia. Así lo hizo el -70- santo, pero, cuando hubo de hablar sobre el difunto, citó estas palabras del evangelio que dicen: «Ubi est thesaurus tuus, ibi est cor tuum», que significan en romance: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». Dicho esto, se dirigió a los presentes con estas palabras:
»-Hermanos, para que veáis que el evangelio dice siempre la verdad, buscad el corazón de este hombre ya fallecido, aunque os afamo que no podréis encontrarlo dentro del cuerpo sino en el arca donde guardaba su tesoro.
»Empezaron a buscarle el corazón en el cuerpo, pero no lo encontraron allí, sino en el arca, como había asegurado el santo. El corazón estaba lleno de gusanos y olía peor que la cosa más podrida y hedionda del mundo.
»Y vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero, como antes os he dicho, es bueno, procurad siempre dos cosas: conseguirlo por medios lícitos y honrados, y no desearlo tanto que os veáis obligado a hacer lo que no os convenga o que vaya en perjuicio de vuestra honra o de vuestros deberes; porque antes debéis intentar reunir un tesoro de buenas obras para lograr clemencia ante Dios y buena fama ante el mundo.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio y obró según él y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo hizo poner en este libro y compuso estos versos:
Amarás sobre todo el tesoro verdadero,
despreciarás, en fin, el bien perecedero.

Cuento XV
Lo que sucedió a don Lorenzo Suárez en el sitio de Sevilla

Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, cierta vez tuve como enemigo a un rey muy poderoso, y, cuando la guerra ya había durado mucho, vimos que nos era más conveniente firmar un pacto. Aunque ahora nos consideramos aliados y no existen conflictos entre nosotros, siempre recelamos el uno del otro. Además, gente de su bando e incluso del mío me llenan de temor, pues dicen que aquel rey busca una excusa para atacarme. Por vuestra lealtad y buen entendimiento, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, este es un consejo muy delicado por varias razones, pues cualquiera que busque poneros en un apuro lo podrá hacer muy fácilmente, porque aunque os dé a entender que intenta serviros, avisaros del peligro y poneros en guardia contra él, aunque parezca sentir vuestro daño, siempre podrá haceros sospechar de vuestro aliado. Y con esa sospecha, habréis de tomar tales medidas que serán el comienzo de una nueva guerra, sin que ninguno de vuestros consejeros pueda ser culpado, pues el que os diga que no os preocupéis por los riesgos del combate demuestra muy poca preocupación por vuestra vida; el que os diga que no reforcéis vuestros baluartes ni los abastezcáis de alimentos, hombres y armas, demuestra poco interés por vuestros señoríos; y el que os diga que no os protejáis con amigos y vasallos, que estén bien atendidos y contentos con vos, demuestra importarle muy poco vuestra honra y vuestra protección. Sabed, además, que es muy peligroso no hacer estas cosas, pero si se hacen pueden ser el inicio de nuevos alborotos y desórdenes. Con todo, como me pedís mi opinión sobre este asunto tan delicado, me gustaría que supierais lo que le sucedió a un buen caballero.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, cuando el santo y bienaventurado rey -72- don Fernando tenía sitiada Sevilla, contaba con muchos y valientes caballeros, entre los que estaban los tres más diestros en el manejo de las armas: uno era don Lorenzo Suárez Gallinato, el otro don García Pérez de Vargas y del tercero no recuerdo su nombre. Los tres discutieron un día sobre quién de ellos era el mejor y más hábil. Como no llegaron a un acuerdo, decidieron armarse muy bien los tres y llegar a las murallas de Sevilla para golpear con sus lanzas las puertas de la ciudad.
»Al día siguiente, por la mañana, los tres se pusieron sus armaduras y se dirigieron a la ciudad. Cuando los moros que vigilaban murallas y torres vieron que sólo se trataba de tres caballeros cristianos, pensaron que serían mensajeros y ninguno les atacó, por lo cual los tres caballeros pasaron el puente, la barbacana, llegaron a las puertas de la ciudad y las golpearon con la punta de sus lanzas. Hecho esto, volvieron las riendas y regresaron junto al ejército.
»Al ver los moros que no traían ningún mensaje, se sintieron humillados y quisieron salir tras ellos; pero, al abrir los musulmanes las puertas de la muralla, los tres caballeros, que se volvían despacio, estaban ya bastante lejanos. De la ciudad salieron en su persecución más de mil quinientos jinetes, así como más de veinte mil infantes. Cuando los tres caballeros vieron que eran perseguidos, volvieron sus caballos contra sus enemigos y los esperaron. Al acercarse más los moros, aquel caballero, cuyo nombre he olvidado, se lanzó contra ellos y empezó a luchar valientemente, mientras que don Lorenzo Suárez y don García Pérez estaban sin intervenir; al aproximarse más los moros, don García Pérez de Vargas se les enfrentó, mientras que don Lorenzo Suárez seguía sin combatir, cosa que sólo hizo cuando los moros lo atacaron, pero entonces se metió entre sus enemigos y comenzó a hacer cosas sorprendentes y heroicas con sus armas.
»Cuando desde el campamento vieron a los tres caballeros enfrentarse a los moros, salieron en su ayuda. Aunque los tres pasaron momentos muy peligrosos y recibieron numerosas heridas, Dios no quiso que muriera ninguno de ellos. Tan grande fue la batalla entre moros y cristianos que el rey don Fernando hubo de ponerse al frente de su ejército, que resultó vencedor. Cuando el rey volvió a su tienda, mandó prender a los tres caballeros diciendo que merecían la muerte por haber cometido tal locura, pues hicieron que el ejército entrase en combate sin orden del rey y arriesgaron la vida propia inútilmente. Pero luego, ante las súplicas de los más ilustres capitanes, el rey mandó soltar a los tres que os he dicho.
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»Al saber el monarca la discusión que habían mantenido y sus consecuencias, convocó a los más nobles caballeros para decidir quién había sido el más valiente. Una vez reunidos, mantuvieron una fuerte polémica, pues unos decían que había demostrado mayor arrojo el que atacó a los moros el primero, otros que el segundo y otros lo decían del tercero. Cada uno defendía sus opiniones con tales argumentos que todos parecían tener razón. Y, en verdad, tan heroicamente se habían portado que cualquiera podría ser tenido como el más valiente; pero al acabar la discusión acordaron lo siguiente: si, en caso de que hubieren sido menos, los moros que les habían atacado hubieran podido ser vencidos sólo por el valor y el esfuerzo de los tres caballeros, el primero en enfrentarse a ellos sería el mejor, pues comenzó algo que podría ser acabado; pero si los enemigos eran tan numerosos que ellos tres no podían, el primero en atacarlos no lo hizo impulsado por su valor, sino porque la vergüenza le impedía abandonar el campo y huir, mas como la huida era imposible, la falta de serenidad ante un miedo muy intenso le hizo comenzar su ataque. Al segundo en atacar, que supo dominar su miedo más tiempo, lo consideraron más valiente. Mas a don Lorenzo Suárez, que en ningún momento se dejó dominar por el miedo y esperó a que los moros le atacaran, lo creyeron el más valiente de los tres.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues veis que os intentan atemorizar y que esa guerra sería de tal violencia que una vez iniciada no podríais acabarla, tened por cierto que, cuanto más dominéis vuestro miedo, mayores muestras de valor y de buen juicio daréis: porque, como tenéis lo vuestro seguro y no os pueden hacer mucho daño por sorpresa, os aconsejo que no perdáis la serenidad. Como tampoco pueden causaros grave daño, esperad que os ataquen y entonces veréis que sólo se trata de temores infundados, producto de quienes buscan vivir y hacer vivir en la confusión. Pensad también, señor conde, que tanto esos amigos vuestros como los de aquel poderoso señor no desean la paz ni la guerra, para la cual carecen de recursos, sino solamente el alboroto y el desorden, durante los cuales puedan robar y atacar vuestras tierras y coaccionaros a vos y a los vuestros para quitaros lo que tenéis y lo que no tenéis, pues no temerán que los castiguéis por cuanto mal os hagan. Por lo cual, aunque vuestros enemigos urdan o hagan algo contra vos, al quedar ellos como culpables de la nueva contienda, conseguiréis doble triunfo: primero, porque Dios estará con vos, y su ayuda es muy necesaria en tales cosas; segundo, porque todo el mundo verá que -74- tenéis razón al obrar así. Además, si no hacéis lo que no debéis, acaso no se levante el otro contra vos, viviréis en paz y haréis servicio a Dios y beneficio a los buenos, sin buscar vuestro daño por complacer a quienes os desean perjudicar, a los cuales tampoco les importaría el mal que pudieran causar a vuestra vida o hacienda.
Al conde le gustó mucho este consejo que le dio Patronio, siguió sus enseñanzas y le fue muy bien.
Y como don Juan comprendió que este cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Movidos por el temor, no decidáis atacar,
que siempre sabe vencer quien siempre sabe esperar.
 
Cuento XVI
La respuesta que le dio el conde Fernán González a Nuño Laínez, su pariente

Conde Lucanor hablaba un día con Patronio de este modo:
-Patronio, como bien sabéis, yo ya no soy joven y, además, he pasado muchos trabajos y dificultades en mi vida. Sinceramente os digo que ahora querría descansar y dedicarme a la caza, olvidándome de preocupaciones y tareas más pesadas; como sé que siempre me habéis aconsejado con mucho acierto, os ruego que me digáis lo que más me conviene hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, aunque no os falta razón en lo que me decís, me gustaría que supieseis lo que contestó una vez el conde Fernán González a Nuño Laínez.
El conde le pidió que le contase lo que entre ellos había ocurrido.
-Señor conde -dijo Patronio-, el conde Fernán González vivía en Burgos, después de haber luchado muy duramente por defender su tierra. Una vez que estaba allí más sosegado y en paz, le dijo Nuño Laínez que ya le convenía alejarse de tantas disputas y contiendas, para descanso suyo y de sus gentes.
»Le respondió el conde que nadie del mundo desearía tanto como él descansar y disfrutar de la paz si pudiera, pero bien sabía don Nuño que estaban en guerra con los moros, con los leoneses y con los navarros, por lo que, si ellos se dedicaban al ocio, sus contrarios les atacarían en seguida, y si se marcharan de caza con buenas aves de cetrería, siguiendo el cauce del Arlanzón, montados en buenas mulas gordas, sin mantener la defensa de sus tierras, bien lo podrían hacer, pero les sucedería como dice el antiguo refrán: «Murió el hombre y murió su nombre». Mas si, por el contrario, queremos olvidar las comodidades y nos esforzamos por defender este joven reino y acrecentar nuestra honra, dirán cuando muramos: «Murió el hombre, pero no murió su nombre». Y como hemos de morir, felices o desgraciados, no me parece que sea bueno dejar de hacer, por preferir el descanso y los placeres, lo que después de muertos mantiene viva la buena fama de nuestros hechos y gestas.
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»A vos, señor conde, pues sabéis que habéis de morir, nunca podré aconsejaros que, por buscar placeres y descanso, dejéis de hacer lo que corresponde a vuestro estado, para que así, una vez muerto vos, viva siempre la fama de vuestras grandes empresas.
Al conde le gustó mucho este consejo de Patronio, lo siguió y le fue muy bien.
Y como don Juan comprendió que se trataba de un cuento muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo los versos que dicen así:
Si por descanso y placeres la buena fama perdemos,
al término de la vida deshonrados quedaremos.

Cuento XVII
Lo que sucedió a un hombre con otro que lo convidó a comer

Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, ha venido un hombre y me ha dicho que hará una cosa muy provechosa para mí, pero, al decírmelo, pensé que su ofrecimiento era tan débil que preferiría él que no lo aceptase. Yo pienso que, por una parte, me interesaría mucho hacer lo que me sugiere, aunque tengo reparos para aceptar su oferta, pues creo que me la ha hecho sólo por cumplir. Como sois de tan buen juicio, os ruego que me digáis lo que os parece que deba hacer en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis en esto lo que me parece más favorable para vos, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un hombre con otro que le convidó a comer.
El conde le rogó que le contase lo que entre ellos había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un hombre honrado que había sido muy rico pero se había arruinado totalmente, y le resultaba muy vergonzoso y humillante pedir ayuda a sus amigos para poder comer. Por esta razón pasaba muchas veces pobreza y hambre. Un día estaba muy preocupado, pues no tenía nada para comer, y acertó a pasar por la casa de un conocido suyo que estaba comiendo; cuando su amigo lo vio pasar, le dijo por simple cortesía si aceptaba comer con él. El hombre honrado, movido por tanta necesidad, le dijo, después de lavarse las manos:
»-Con mucho gusto, amigo mío, porque tanto me habéis pedido e insistido para que coma con vos, que os haría una grave descortesía si rechazara vuestro amistoso y cálido ofrecimiento.
»Dicho esto se sentó a comer, sació su hambre y quedó más contento. Al poco, Dios le fue propicio y lo sacó de aquella miseria en que vivía.
»Vos, señor Conde Lucanor, como juzgáis que lo que ese hombre os ofrece es muy provechoso para vos, simulad que aceptáis por darle gusto, sin pensar que lo hace por cumplir, y no esperéis a que insista mucho más, -78- pues podría ser que no os renovara su ofrecimiento y entonces sería humillante para vos pedirle lo que ahora os ofrece.
El conde lo vio bien y pensó que era un buen consejo, obró según él y le resultó de gran provecho.
Y viendo don Juan que el cuento era muy útil, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos:
Cuando tu provecho pudieras encontrar
no debieras hacerte mucho de rogar.

Cuento XVIII
Lo que sucedió a don Pedro Meléndez de Valdés cuando se rompió una pierna

Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, como vos sabéis, estoy en litigio con un señor, vecino mío y muy poderoso. Ambos hemos acordado ir a una villa y el que primero llegue se quedará con ella, pero el otro la perderá. Sabéis también que ya está preparada toda mi gente y que, si yo fuese el primero, con la ayuda de Dios, estoy seguro de que conseguiría mucha honra y gran provecho; pero como no estoy muy sano, veo que no puedo hacerlo y por eso estoy muy preocupado, y, aunque perder esa villa me duele mucho, sinceramente os digo que para mí será peor que él acreciente su poder y su honra. Por la confianza que tengo en vos, os ruego que me digáis lo que en estas circunstancias debo hacer.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aunque tenéis razón al lamentaros, para que en casos como este hagáis siempre lo mejor, me gustaría que supierais lo que le sucedió a don Pedro Meléndez de Valdés.
El conde pidió que le contara lo sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, era don Pedro Meléndez de Valdés un caballero distinguido del reino de León, que, cuando tenía una contrariedad, siempre decía así: «Bendito sea Dios, pero pues Él lo ha hecho será por mi bien».
»Y debéis saber que don Pedro Meléndez era consejero del rey de León y privado suyo, por lo cual sus enemigos, movidos por la envidia, lo acusaron ante el rey de crímenes tan graves que el monarca decidió mandarle matar.
»Estando don Pedro Meléndez en su casa, le llegó una orden del rey mandándole ir a palacio inmediatamente. Sabed que quienes lo habían de matar lo estaban esperando a media legua de su casa. Cuando don Pedro Meléndez fue a coger su caballo para ir junto al rey, cayó por una escalera y se rompió una pierna; por lo cual sus sirvientes y acompañantes se sintieron muy disgustados y empezaron a echarle en cara su confianza en Dios, diciéndole:
»-¡Vaya, don Pedro Meléndez! ¡Vos, que decís que lo que Dios hace es siempre por vuestro bien, tomad el que Dios ahora os envía!
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»Pero él les dijo que estuvieran seguros de que, aunque esta desgracia les molestara mucho, ya verían como era por su bien, pues Dios la había mandado. Y por mucho que insistieron, no pudieron cambiar su actitud.
»Los que le esperaban para darle muerte por orden del rey, cuando vieron que don Pedro no llegaba y se enteraron de lo sucedido, volvieron a palacio y allí contaron al rey por qué sus órdenes no se habían cumplido.
»Durante mucho tiempo estuvo don Pedro Meléndez sin poder cabalgar y en este tiempo supo el rey que las acusaciones contra don Pedro eran totalmente falsas, por lo cual hizo prender a sus calumniadores. Luego fue a visitar a don Pedro, le contó las infamias que habían levantado contra él, su resolución de darle muerte y, finalmente, le pidió perdón por los errores que había cometido y le concedió nuevos honores y mercedes para compensarle. Después mandó ejecutar en su presencia a quienes falsamente habían acusado a don Pedro.
»Y así libró Dios a don Pedro Meléndez de perder la fama y aun la propia vida, resultando ciertas las palabras que solía decir: «Lo que Dios nos envía siempre es lo mejor».
»Y vos, señor Conde Lucanor, no os lamentéis por esta contrariedad que ahora padecéis, pues debéis saber que todo lo que Dios hace es para bien nuestro, y si así lo creéis Él os ayudará en todo momento. Pero debéis saber, además, que las cosas que nos suceden son de dos clases: unas las podemos remediar cuando ocurren; otras no tienen solución alguna. En las primeras debemos hacer cuanto podamos para hallar una solución, sin dejarlo todo en las manos de la Providencia o de la suerte, porque esto sería tentar a Dios, ya que, al tener el hombre entendimiento y razón, ha de intentar remediar cuantas contrariedades y desdichas le puedan sobrevenir. Sin embargo, en las cosas en que no es posible poner remedio, debemos pensar que, al ocurrir por voluntad de Dios, será por nuestro bien. Como esa enfermedad de la que me habláis es de las cosas que Dios manda y que no podemos remediar, pensad que, si viene de Él, será lo mejor que pueda ocurriros, que ya Dios dispondrá que todo salga como deseáis.
El conde pensó que Patronio le decía la verdad y le daba un buen consejo, obró así y le fue muy bien.
Y como don Juan vio que este era un buen cuento, lo hizo escribir en este libro e hizo los versos que dicen así:
No te quejes por lo que Dios hiciere
pues será por tu bien cuando Él quisiere.
 
Cuento XIX
Lo que sucedió a los cuervos con los búhos

Hablaba otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, estoy en lucha con un enemigo muy poderoso, que tenía en su casa a un pariente que se había criado con él y a quien había favorecido muchas veces. Una vez, por una disputa entre ellos, mi enemigo causó graves daños y deshonró a su pariente que, aunque le estaba muy obligado, pensando en aquellas ofensas y buscando la forma de vengarse, desea aliarse conmigo. Creo que me sería hombre muy útil, pues podría aconsejarme el mejor modo de hacerle daño a mi enemigo, ya que lo conoce muy bien. Por la gran confianza que me merecéis y por vuestro buen sentido, os ruego que me aconsejéis el modo de solucionar esta duda.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, lo primero que debo deciros es que ciertamente este hombre ha venido a vos para engañaros, y, para que sepáis cómo lo intentará conseguir, me gustaría que supierais lo que sucedió a los cuervos con los búhos.
El conde le preguntó lo que había sucedido en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, los cuervos y los búhos estaban en guerra entre sí, pero los cuervos llevaban la peor parte porque los búhos, que sólo salen de noche y de día permanecen escondidos en lugares muy ocultos, volaban al amparo de la oscuridad hasta los árboles donde se cobijaban los cuervos, golpeando o matando a cuantos podían. Como los cuervos sufrían tanto, uno de ellos muy experimentado, al ver el grave daño que recibían los suyos, habló con sus parientes los cuervos y encontró un medio para vengarse de sus enemigos los búhos.
»Este era el medio que pensó y puso en práctica: los cuervos le arrancaron las plumas, excepto alguna de las alas, por lo que volaba muy poco y mal. Así, lleno de heridas, se fue con los búhos, a los que contó el mal y el daño que le habían causado los cuervos porque él no quería la guerra contra los búhos, por lo cual, si ellos lo aceptaban como compañero, estaba dispuesto a decirles las mejores maneras para vengarse de los cuervos y hacerles mucho daño.
»Los búhos, al oírlo, se pusieron contentos porque pensaban que con -83- este aliado podrían derrotar a sus enemigos los cuervos, con lo cual empezaron a tratarlo muy bien y le hicieron partícipe de sus planes secretos y de sus proyectos para la lucha.
»Sin embargo, había entre los búhos uno que era muy viejo y que tenía mucha experiencia que, cuando se enteró de lo del cuervo, descubrió el engaño que les preparaba y fue a explicárselo al cabecilla de los búhos, diciéndole que, con toda seguridad, aquel cuervo se les había unido para conocer sus planes y preparar su derrota, por lo que debía alejarlo de allí inmediatamente. Pero este experimentado búho no consiguió que sus hermanos le hicieran caso, por lo cual, al ver que no lo creían, se alejó de ellos y se fue a vivir a un lugar donde los cuervos no pudieran encontrarlo.
»Los búhos, no obstante, siguieron confiando en el cuervo. Cuando le crecieron otra vez las plumas, dijo a los búhos que, pues ya podía volar, iría en busca de los cuervos para decirles dónde estaban y, de esta manera, reunidos todos los búhos, podrían acabar con sus enemigos los cuervos, cosa que les agradó mucho.
»Al llegar el cuervo donde estaban sus hermanos, se juntaron todos y, como sabían los planes de los búhos, los atacaron de día, cuando ellos no vuelan y están tranquilos y sin recelo, y destrozaron y mataron a tantos búhos que los cuervos quedaron como únicos vencedores.
»Así les sucedió a los búhos, por fiarse del cuervo que es, por naturaleza enemigo suyo.
»Vos, señor Conde Lucanor, pues sabéis que este hombre que quiere aliarse con vos debe vasallaje a vuestro enemigo, por lo cual él y toda su familia son vuestros enemigos también, os aconsejo que lo apartéis de vuestra compañía porque es seguro que pretende engañaros y busca vuestro mal. Pero si él os quiere servir desde fuera de vuestras tierras, de modo que nunca conozca vuestros planes ni pueda perjudicaros y verdaderamente hiciera tanto daño a aquel enemigo vuestro que nunca pudiera hacer las paces con él, entonces podréis confiar en ese pariente despechado, haciéndolo siempre con cautela para que no os pueda resultar peligroso.
El conde pensó que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy provechoso.
Y como don Juan comprendió que se trataba de un cuento muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Al que antes tu enemigo solía ser
ni en nada ni nunca le debes creer.
 
Cuento XX
Lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro

Un día, hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, un hombre ha venido a verme y me ha dicho que puede proporcionarme muchas riquezas y gran honra, aunque para esto debería yo darle algún dinero para que comience su labor, que, una vez acabada, puede reportarme el diez por uno. Por el buen juicio que Dios puso en vos, os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este asunto.
-Señor conde -dijo Patronio-, para que hagáis en esto lo que más os conviene, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey con un hombre que le dijo que sabía hacer oro.
El conde le preguntó lo que había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un pícaro que era muy pobre y ambicionaba ser rico para salir de su pobreza. Aquel pícaro se enteró de que un rey poco juicioso era muy aficionado a la alquimia, para hacer oro.
»Por ello, el pícaro tomó cien doblas de oro, las partió en trozos muy pequeños y los mezcló con otras cosas varias, haciendo así cien bolas, cada una de las cuales pesaba una dobla de oro más las cosas que le había añadido. Disfrazado el pícaro con ropas de persona seria y respetable, cogió las bolas, las metió en una bolsa, se marchó a la ciudad donde vivía el rey y allí las vendió a un especiero, que le preguntó la utilidad de aquellas bolas. El pícaro respondió que servían para muchas cosas y, sobre todo, para hacer alquimia; después se las vendió por dos o tres doblas. El especiero quiso saber el nombre de las bolitas, contestándole el pícaro que se llamaban tabardíe.
»El pícaro vivió algún tiempo en aquella ciudad, llevando una vida muy recogida, pero diciendo a unos y a otros, como en secreto, que sabía hacer oro.
»Cuando estas noticias llegaron al rey, lo mandó llamar y le preguntó si -85- era verdad cuanto se decía de él. El pícaro, aunque al principio no quería reconocerlo diciendo que él no podía hacer oro, al final le dio a entender que sí era capaz, pero aconsejó al rey que en este asunto no debía fiarse de nadie ni arriesgar mucho dinero. No obstante, siguió diciendo el pícaro, si el rey se lo autorizaba, haría una demostración ante él para enseñarle lo poco que sabía de aquella ciencia. El rey se lo agradeció mucho, pareciéndole que, por sus palabras, no intentaba engañarlo. El pícaro pidió las cosas que necesitaba que, como eran muy corrientes excepto una bola de tabardíe, costaron muy poco dinero. Cuando las trajeron y las fundieron delante del rey, salió oro fino que pesaba una dobla. Al ver el rey que de algo tan barato sacaban una dobla de oro, se puso muy alegre y se consideró el más feliz del mundo. Por ello dijo al pícaro, que había hecho aquel milagro, que lo creía un hombre honrado. Y le pidió que hiciera más oro.
»El granuja, sin darle importancia, le respondió:
»-Señor, ya os he enseñado cuanto sé de este prodigio. En adelante, vos podréis conseguir oro igual que yo, pero conviene que sepáis una cosa: si os falta algo de lo que os he dicho, no podréis sacar oro.
»Dicho esto, se despidió del rey y marchó a su casa.
»El rey intentó hacer oro por sí mismo y, como dobló la receta, consiguió el doble de oro por valor de dos doblas; y, a medida que la triplicaba y cuadruplicaba, conseguía más y más oro. Viendo el rey que podría obtener cuanto oro quisiese, ordenó que le trajeran lo necesario para sacar mil doblas de oro. Sus criados encontraron todos los elementos menos el tabardíe. Cuando comprobó el rey que, al faltar el tabardíe, no podía hacer oro, mandó llamar al hombre que se lo había enseñado, al que dijo que ya no podía sacar más oro. El pícaro le preguntó si había mezclado todas las cosas que le indicó en su receta, contestando el rey que, aunque las tenía todas, le faltaba el tabardíe.
»Respondió el granuja que, si le faltaba aunque fuera uno de los ingredientes, no podría conseguir oro, como ya se lo había advertido desde el principio.
»El rey le preguntó si sabía dónde podía encontrar el tabardíe, y el pícaro respondió afirmativamente. Entonces le mandó el rey que fuera a comprarlo, pues sabía dónde lo vendían, y le trajera una gran cantidad para hacer todo el oro que él quisiese. El burlador le contestó que, aunque otra persona podría cumplir su encargo tan bien o mejor que él, si el rey disponía que se -86- encargase él, así lo haría, pues en su país era muy abundante. Entonces calculó el rey a cuánto podían ascender los gastos del viaje y del tabardíe, resultando una cantidad muy elevada.
»Cuando el pícaro cogió tantísimo dinero, se marchó de allí y nunca volvió junto al monarca, que resultó engañado por su falta de prudencia. Al ver que tardaba muchísimo, el rey mandó buscarlo en su casa, para ver si sabían dónde estaba; pero sólo encontraron un arca cerrada, en la que, cuando consiguieron abrirla, vieron un escrito para el rey que decía: «Estad seguro de que el tabardíe es pura invención mía; os he engañado. Cuando yo os decía que podía haceros rico, debierais haberme respondido que primero me hiciera rico yo y luego me creeríais».
»Al cabo de unos días, estaban unos hombres riendo y bromeando, para lo cual escribían los nombres de todos sus conocidos en listas separadas: en una los valientes, en otra los ricos, en otra los juiciosos, agrupándolos por sus virtudes y defectos. Al llegar a los nombres de quienes eran tontos, escribieron primero el nombre del rey, que, al enterarse, envió por ellos asegurándoles que no les haría daño alguno. Cuando llegaron junto al rey, este les preguntó por qué lo habían incluido entre los tontos del reino, a lo que contestaron ellos que por haber dado tantas riquezas a un extraño al que no conocía ni era vasallo suyo. Les replicó el rey que estaban equivocados y que, si viniera el pícaro que le había robado, no quedaría él entre los tontos, a lo que respondieron aquellos hombres que el número de tontos sería el mismo, pues borrarían el del rey y pondrían el del burlador.
»Vos, señor Conde Lucanor, si no deseáis que os tengan por tonto, no arriesguéis vuestra fortuna por algo cuyo resultado sea incierto, pues, si la perdéis confiando conseguir más bienes, tendréis que arrepentiros durante toda la vida.
Al conde le agradó mucho este consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro y compuso unos versos que dicen así:
Jamás aventures o arriesgues tu riqueza
por consejo de hombre que vive en la pobreza.

Cuento XXI
Lo que sucedió a un rey joven con un filósofo a quien su padre lo había encomendado

Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, yo tenía un pariente a quien quería mucho, y a su muerte dejó un hijo muy pequeño, que se ha criado conmigo. Por la gratitud y el cariño que siempre tuve a su padre, y también porque espero que él me ayude cuando su edad se lo permita, sabe Dios que lo quiero como a un hijo. Aunque este muchacho es muy inteligente y con el tiempo será de la nobleza, me gustaría mucho que su juventud no lo llevase por malos caminos, pues la inexperiencia de los jóvenes los engaña y no les deja ver lo más conveniente. Por vuestro buen entendimiento, os ruego que me digáis la manera de conseguir que este mancebo haga siempre lo más conveniente para su cuerpo y para su hacienda, porque no querría que fuera víctima de su propia juventud.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis hacer por este mancebo lo que creo mejor para él, me gustaría que supierais lo que le pasó a un gran filósofo con un rey joven, al que había educado.
El conde le preguntó lo que había sucedido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un hijo y lo encomendó a un filósofo de toda su confianza, para que se educara junto a él. Cuando el rey murió, el infante era todavía muy pequeño y siguió siendo educado por el filósofo hasta cumplir los quince años. Pero, al entrar en la juventud, aquel muchacho comenzó a despreciar las enseñanzas del sabio y a seguir las de otros consejeros que, como no querían a sus pupilos ni tampoco tenían obligaciones con ellos, no se preocupaban por alejarlos del mal. Siguiendo el joven rey ese camino, en muy poco tiempo pudo verse cómo su salud y su hacienda estaban arruinándose. Todo el mundo lo criticaba por perder su salud y malgastar su hacienda. Como la situación era cada vez peor, el sabio que lo había educado sintió gran dolor y pesar, pues no sabía ya qué hacer después de haber intentado muchas veces corregirlo -88- con ruegos y súplicas, e incluso con dureza, sin conseguir que cambiase de vida ya que su juventud le impedía ser más consciente. Comprendiendo el filósofo que sólo le quedaba un remedio para corregirlo, pensó actuar como oiréis.
»Empezó el filósofo a decir de vez en cuando en la corte que él podía leer el futuro en el vuelo y canto de las aves, sin que nadie en el mundo lo aventajara. Tantos y tantos nobles se lo escucharon que el hecho llegó a oídos del joven rey, el cual, cuando lo supo, preguntó al sabio si era cierto que interpretaba el canto de las aves tan bien como se decía en palacio. Aunque el filósofo quiso negarlo en principio, al fin reconoció ser verdad, pero le aconsejó que nadie lo supiese. Como los jóvenes siempre están impacientes por saber y por hacer las cosas, el rey, que era joven, estaba ansioso por ver cómo interpretaba los agüeros aquel filósofo; por eso, cuanto el sabio más lo dilataba, tanto más le insistía el rey, que consiguió salir un día muy de mañana con el filósofo para escuchar las aves sin que nadie lo supiera.
»Aquel día madrugaron mucho. El filósofo se encaminó con el rey por un valle donde había numerosas aldeas yermas y abandonadas y, después de pasar por muchas, vieron una corneja que graznaba desde un árbol. El rey se la mostró al filósofo, que hizo como si la entendiese.
»Otra corneja comenzó también a graznar en otro árbol y ambas estuvieron graznando, unas veces la de la derecha y otras la de la izquierda. Después de escucharlas un rato, el sabio filósofo comenzó a llorar amargamente, a romper sus vestiduras y a dar grandes muestras de dolor. Cuando el rey mozo así lo vio, quedó muy asustado y preguntó al filósofo por qué lo hacía. El sabio, sin embargo, quiso ocultarle los motivos, pero tanto le insistió el joven rey que el filósofo le respondió que más quisiera estar muerto que vivo, porque no sólo los hombres sino también las aves sabían ya que, por su falta de prudencia, perdería tierra y hacienda y todos harían escarnio de su nombre. El rey joven le pidió que se lo explicara. Le contestó el sabio que aquellas dos cornejas habían acordado casar a sus hijos y la que había hablado primero le dijo a la segunda que, como el matrimonio estaba concertado desde hacía mucho tiempo, había llegado el momento de celebrarlo. La otra corneja le contestó que era verdad que lo habían acordado, mas ahora, gracias a Dios, ella era más rica que la otra, pues desde que reinaba aquel joven rey estaban abandonadas todas las -89- aldeas del valle, por lo cual ella encontraba muchas culebras, lagartos, sapos y otros animales que se crían en lugares abandonados, y con todos ellos tenía más y mejor comida, por lo que ya no era este casamiento entre iguales. La otra corneja, al escuchar a su comadre, empezó a reír y le dijo que hablaba sin buen juicio si por ese motivo quería posponer el casamiento, pues, si Dios dejaba vivir más a ese rey, ella sería mucho más rica porque el valle donde vivía, que tenía diez veces más aldeas, quedaría abandonado, por lo cual no había motivo para aplazar el casamiento. Y así acordaron celebrar en seguida las bodas.
»Cuando esto oyó el rey joven, se disgustó mucho y empezó a pensar cómo había llegado su reino a tal estado. Viendo el filósofo la tristeza y la preocupación del rey y que verdaderamente quería enmendarse, le dio muy sabios consejos, de manera que en muy poco tiempo el rey cambió de vida mejorando así su reino y su propia salud.
»Vos, señor conde, pues habéis criado a ese mancebo y queréis llevarlo por el buen camino, buscad el modo de que con buenas palabras y con buenos ejemplos entienda cómo debe ocuparse de sus asuntos; pero nunca lo intentéis con insultos o castigos, pensado que así podréis corregirlo, porque es tal la condición de los jóvenes que en seguida aborrecen a quien los atosiga con recomendaciones, sobre todo si es persona de alcurnia, pues lo toman como una ofensa sin darse cuenta de su error, pues no hay mejor amigo que quien amonesta a los jóvenes para que no busquen su propio daño, aunque ellos no lo entienden así y se dan por ofendidos. Si os portáis duramente con él, nacerá entre los dos tanta antipatía que sólo os reportará perjuicios en adelante.
Al conde le agradó mucho este consejo de Patronio, obró según él y le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó mucho este cuento, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así:
No amonestes al joven con dureza,
muéstrale su camino con franqueza.

Cuento XXII
Lo que sucedió al león y al toro

Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo así:
-Patronio, tengo un amigo muy poderoso y muy ilustre, del que hasta ahora sólo he recibido favores, pero me dicen que no sólo he perdido su estimación sino que, además, busca motivos para venir contra mí. Por eso tengo dos grandes preocupaciones: si se levanta contra mí, me puede ser muy perjudicial; y si, por otra parte, descubre mis sospechas y mi alejamiento, él hará otro tanto, por lo cual nuestras desavenencias irán en aumento y romperemos nuestra amistad. Por la gran confianza que siempre me habéis merecido, os ruego que me aconsejéis lo más prudente para mí en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que podáis evitaros todo eso, me gustaría que supierais lo que sucedió al león y al toro.
El conde le rogó que se lo contara.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el león y el toro eran muy amigos y, como los dos son muy fuertes y poderosos, dominaban y sometían a los demás animales; pues el león, ayudado por el toro, reinaba sobre todos los animales que comen carne, y el toro, con la ayuda del león, lo hacía sobre todos los que comen hierba. Cuando todos los animales comprendieron que el león y el toro los dominaban por la ayuda que se prestaban el uno al otro, y que ello les producía graves daños, hablaron entre sí para ver la forma de acabar con su tiranía. Vieron que, si lograban desavenir al león y al toro, podrían romper el yugo de su dominio, por lo cual los animales rogaron a la zorra y al carnero, que eran los privados del león y del toro respectivamente, que buscasen el medio de romper su alianza. La zorra y el carnero prometieron hacer cuanto pudiesen para conseguirlo.
»La zorra, consejera del león, pidió al oso, que es el animal más fuerte y poderoso de los que comen carne después del león, que le dijera a este cómo el toro hacía ya tiempo que buscaba hacerle mucho daño, por lo cual, -92- y aunque no fuera verdad pues se lo habían dicho hacía ya varios días, debía estar precavido.
»Lo mismo dijo el carnero, consejero del toro, al caballo, que es el animal más fuerte entre los que se alimentan de hierba después del toro.
»El oso y el caballo dieron este aviso al león y al toro, que aunque no lo creyeron del todo, pues algo sospechaban de quienes eran casi tan fuertes como ellos, creyendo que buscaban su desavenencia, no por ello dejaron de sentir cierto recelo mutuo. Por lo cual, los dos, león y toro, hablaron con la zorra y con el carnero, que eran sus privados. Estos dijeron a sus señores que quizás el oso y el caballo les habían contado aquello para engañarlos, pero no obstante les aconsejaban observar bien dichos y hechos que de allí en adelante hicieran el león y el toro, para que cada uno obrase según lo que viera en el otro.
»Al oír esto, creció la sospecha entre el león y el toro, por lo que los demás animales, viendo que aquellos empezaban a recelar el uno del otro, empezaron a propagar abiertamente sus desconfianzas, que, sin duda, eran debidas a la mala intención que cada uno guardaba contra el otro.
»La zorra y el carnero, que sólo buscaban su conveniencia como falsos consejeros y habían olvidado la lealtad que debían a sus señores, en lugar de decirles la verdad, los engañaron. Tantas veces previnieron al uno contra el otro que la amistad entre el león y el toro se trocó en mutua aversión; los animales, al verlos así enemistados, pidieron una y otra vez a sus jefes que entrasen en guerra y, aunque les daban a entender que sólo miraban por sus intereses, buscaban los propios, haciendo y consiguiendo que todo el daño cayese sobre el león y el toro.
»Así acabó esta lucha: aunque el león hizo más daño al toro, disminuyendo mucho su poder y su autoridad, salió él tan debilitado que ya nunca pudo ejercer su dominio sobre los otros animales de su especie ni sobre los de otras distintas, ni cogerlos para sí como antes. Así, dado que el león y el toro no comprendieron que, gracias a su amistad y a la ayuda que se prestaban el uno al otro, eran respetados y temidos por el resto de los animales, y porque no supieron conservar su alianza, desoyendo los malos consejos que les daban quienes querían sacudirse su yugo y conseguir, en cambio, que fueran el león y el toro los sometidos, estos quedaron tan debilitados que, si antes eran ellos señores y dominadores, luego fueron ellos los sojuzgados.
»Vos, señor Conde Lucanor, evitad que quienes os hacen sospechar de -93- vuestro amigo consigan que rompáis con él, como hicieron los animales con el león y el toro. Por ello os aconsejo que, si ese amigo vuestro es persona leal y siempre os ha favorecido con buenas obras, dando pruebas de su lealtad, y si tenéis con él la misma confianza que con un buen hijo o con un buen hermano, no creáis nada que os digan en su contra. Por el contrario, será mejor que le digáis las críticas que os hagan de él, con la seguridad de que os contará las que le lleguen de vos, castigando además a quienes urdan esas mentiras para que otros no se atrevan a levantar falsos testimonios. Pero si se trata de una persona que cuenta con vuestra amistad sólo por un tiempo, o por necesidad, o sólo casualmente, no hagáis ni digáis nada que pueda llevarle a pensar que sospecháis de él o que podéis retirarle vuestro favor, mas disimulad sus errores, que de ninguna manera podrá haceros tanto daño que no podáis prevenirlo con tiempo suficiente, como sería el que recibiríais si rompéis vuestra alianza por escuchar a los malos consejeros, como ocurrió en el cuento. Además, a ese amigo hacedle ver con buenas palabras cuán necesaria es la colaboración mutua y recíproca para él y para vos; así, haciéndole mercedes y favores y mostrándole vuestra buena disposición, no recelando de él sin motivo, no creyendo a los envidiosos y embusteros y demostrándole que tanto necesitáis su ayuda como él la vuestra, durará la amistad entre los dos y ninguno caerá en el error en que cayeron el león y el toro, lo que les llevó a perder todo su dominio sobre los demás animales.
Al conde le gustó mucho este consejo de Patronio, obró de acuerdo con sus enseñanzas y le fue muy bien.
Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:
Por dichos y por obras de algunos mentirosos,
no rompas tu amistad con hombres provechosos.
 
Cuento XXIII
Lo que hacen las hormigas para mantenerse

Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, como todos saben y gracias a Dios, soy bastante rico. Algunos me aconsejan que, como puedo hacerlo, me olvide de preocupaciones y me dedique a descansar y a disfrutar de la buena mesa y del buen vino, pues tengo con qué mantenerme y aun puedo dejar muy ricos a mis herederos. Por vuestro buen juicio os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este caso.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aunque el descanso y los placeres son buenos, para que hagáis en esto lo más provechoso, me gustaría mucho que supierais lo que hacen las hormigas para mantenerse.
El conde le pidió que se lo contara y Patronio le dijo:
-Señor Conde Lucanor, ya sabéis qué diminutas son las hormigas y, aunque por su tamaño no cabría pensarlas muy inteligentes, veréis cómo cada año, en tiempo de siega y trilla, salen ellas de sus hormigueros y van a las eras, donde se aprovisionan de grano, que guardan luego en sus hormigueros. Cuando llegan las primeras lluvias, las hormigas sacan el trigo fuera, diciendo las gentes que lo hacen para que el grano se seque, sin darse cuenta de que están en un error al decir eso, pues bien sabéis vos que, cuando las hormigas sacan el grano por primera vez del hormiguero, es porque llegan las lluvias y comienza el invierno. Si ellas tuviesen que poner a secar el grano cada vez que llueve, trabajo tendrían, además de que no podrían esperar que el sol lo secara, ya que en invierno queda oculto tras las nubes y no calienta nada.
»Sin embargo, el verdadero motivo de que pongan a secar el grano la primera vez que llueve es este: las hormigas almacenan en sus graneros cuanto pueden sólo una vez, y sólo les preocupa que estén bien repletos.
Cuando han metido el grano en sus almacenes, se juzgan a salvo, pues piensan vivir durante todo el invierno con esas provisiones. Pero al llegar -95- la lluvia, como el grano se moja, empieza a germinar; las hormigas, viendo que, si crece dentro del hormiguero, el grano no les servirá de alimento sino que les causará graves daños e incluso la muerte, lo sacan fuera y comen el corazón de cada granito, que es de donde salen las hojas, dejando sólo la parte de fuera, que les servirá de alimento todo el año, pues por mucho que llueva ya no puede germinar ni taponar con sus raíces y tallos las salidas del hormiguero.
»También veréis que, aunque tengan bastantes provisiones, siempre que hace buen tiempo salen al campo para recoger las pequeñas hierbecitas que encuentran, por si sus reservas no les permitieran pasar todo el invierno. Como veis, no quieren estar ociosas ni malgastar el tiempo de vida que Dios les concede, pues se pueden aprovechar de él.
»Vos, señor conde, si la hormiga, siendo tan pequeña, da tales muestras de inteligencia y tiene tal sentido de la previsión, debéis pensar que no existe motivo para que ninguna persona -y sobre todo las que tienen responsabilidades de gobierno y han de velar por sus grandes señoríos- quiera vivir siempre de lo que ganó, pues por muchos que sean los bienes no durarán demasiado tiempo si cada día los gasta y nunca los repone. Además, eso parece que se haga por falta de valor y de energía para seguir en la lucha. Por tanto, debo aconsejar que, si queréis descansar y llevar una vida tranquila, lo hagáis teniendo presente vuestra propia dignidad y honra, y velando para que nada necesario os falte, ya que, si deseáis ser generoso y tenéis mucho que dar, no os faltarán ocasiones en que gastar para mayor honra vuestra.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, obró según él y le fue muy provechoso.
Y como a don Juan le gustó el cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:
No comas siempre de lo ganado,
pues en penuria no morirás honrado.

Cuento XXIV
Lo que sucedió a un rey que quería probar a sus tres hijos

Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, en mi casa se crían y educan muchos mancebos, que son hijos de grandes señores o de simples hidalgos, y en los cuales puedo ver cualidades muy diferentes. Por vuestro buen juicio y hasta donde os sea posible, os ruego que me digáis quiénes de esos mancebos llegarán a ser hombres cabales.
-Señor conde -contestó Patronio-, esto que me decís es difícil saberlo con certeza, pues no podemos conocer las cosas que están por venir y lo que preguntáis es cosa futura, por lo que no podemos saberlo con certidumbre; mas lo poco que de esto podemos intuir es por ciertos rasgos que aparecen en los jóvenes, tanto por dentro como por fuera. Así podemos observar por fuera que la cara, la apostura, el color, la forma del cuerpo y de los miembros son un reflejo de la constitución de los órganos más importantes, como el corazón, el cerebro o el hígado. Aunque son señales, nada podemos saber por ellas con exactitud, pues pocas veces concuerdan estas, ya que, si unas apuntan una cualidad, otras indican la contraria; con todo, las cosas suelen suceder según los indicios de estas señales.
»Los indicios más seguros son la cara y, sobre todo, la mirada, así como la apostura, que muy pocas veces nos engañan. No penséis que se llama apuesto al ser un hombre guapo o feo, pues muchos hombres son bellos y gentiles y no tienen apostura de hombre, y otros, que parecen feos, tienen mucha gracia y atractivo.
»La forma del cuerpo y de los miembros son señales de la constitución del hombre y nos indican si será valiente o cobarde; aunque, con todo, estas señales no revelan con certeza cómo serán sus obras. Como os digo, son simples señales y ello quiere decir que no son muy seguras, pues la señal sólo nos hace presumir que pueda ocurrir así. En fin, estas son las señales externas, que siempre resultan poco fiables para responder a lo que me -97- preguntáis. Sin embargo, para conocer a los mancebos, son mucho más indicativas las señales interiores, y así me gustaría que supieseis cómo probó un rey moro a sus tres hijos, para saber quién habría de ocupar el trono a su muerte.
El conde le rogó que así lo hiciera.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, un rey moro tenía tres hijos y, como el padre puede dejar el trono al hijo que quiera, cuando se hizo viejo, los hombres más ilustres de su reino le rogaron que indicara cuál de sus tres hijos le sucedería en el trono. El rey contestó que, pasado un mes, les daría la respuesta.
»Al cabo de unos días, una tarde dijo el rey a su hijo mayor que al día siguiente, de madrugada, quería cabalgar y deseaba que lo acompañara. Aquella mañana, llegó el infante mayor a la cámara del rey, pero no tan pronto como su padre le había ordenado. Cuando llegó, le dijo el rey que quería vestirse y que le hiciera traer la ropa; el infante mandó al camarero que la trajese, pero el camarero le preguntó qué ropa quería el rey. El infante volvió a preguntárselo a su padre, el cual respondió que quería la aljuba; el infante volvió y dijo al camarero que el rey quería la aljuba. El camarero le preguntó qué manto llevaría el rey, y el infante hubo de regresar junto al monarca para preguntárselo. Así ocurrió con cada vestidura, yendo y viniendo el infante con las preguntas, hasta que el rey lo tuvo preparado todo. Entonces vino el camarero, que vistió y calzó al monarca.
»Cuando el rey estuvo ya vestido y calzado, mandó al infante que le hiciera traer un caballo, y el infante se lo dijo al caballerizo; este le preguntó qué caballo quería el rey. El infante volvió a preguntárselo a su padre, y lo mismo ocurrió con la silla de montar, el freno, la espada y las espuelas; es decir, con todos los aparejos necesarios para cabalgar, preguntándole siempre al rey lo que quería.
»Cuando ya estaba todo preparado, dijo el rey al infante que no podía dar el paseo a caballo, pero que fuera él por la ciudad y se fijara bien en todas las cosas que viera, para que luego se las contara.
»El infante cabalgó en compañía de los hombres más ilustres de la corte y con músicos que tocaban tambores, timbales y toda clase de instrumentos. El infante dio un paseo por la ciudad y, cuando volvió junto al rey, este le preguntó qué opinaba de lo que había visto; le contestó el infante que todo estaba muy bien, salvo los timbales y tambores, que hacían mucho ruido.
-98-
»Pasados algunos días, el rey mandó al hijo segundo que fuese a su cámara por la mañana. El infante así lo hizo. El rey lo sometió a las mismas pruebas que al hermano mayor; el segundo obró como su hermano y respondió con las mismas palabras de su hermano.
»Y al cabo de pocos días, el rey mandó al hijo menor que viniese a verlo muy temprano. El infante madrugó mucho y se fue a las habitaciones del rey, donde esperó a que el rey despertara. Cuando su padre estuvo dispuesto, entró en la cámara real el hijo menor, que se postró ante su padre en señal de sumisión y respeto. El rey le ordenó que le trajeran la ropa. El infante le preguntó lo que quería ponerse para vestir y calzar, y de una sola vez fue por todo y se lo trajo, no queriendo ni permitiendo que nadie le vistiera sino él, con lo que daba a entender que se sentía orgulloso de que su padre, el rey, se viera cuidado y atendido solamente por él, pues era su padre y merecía cuantas atenciones le pudiera otorgar.
»Cuando el rey ya estaba vestido y calzado, ordenó al infante que hiciera traer su caballo. El infante le preguntó qué caballo deseaba, así como todo lo necesario para cabalgar, como la silla, el freno y la espada; también le preguntó quién quería que lo acompañase y cuantas cosas podía necesitar. Hecho esto, de una sola vez lo trajo todo y lo dispuso como el rey había ordenado.
»Cuando estaba todo dispuesto, el rey dijo al infante que no quería salir a pasear, que fuera él solo y que luego le contase todo cuanto viera. El infante salió a caballo acompañado por cortesanos y caballeros como lo habían hecho sus dos hermanos. Ninguno de ellos sabía qué pretendía el rey actuando así.
»Cuando el infante salió, mandó que le enseñaran el interior de la ciudad, las calles, el lugar donde se guardaba el tesoro real, las mezquitas y todos los monumentos; también preguntó cuántas personas vivían allí. Después salió fuera de las murallas y mandó que lo acompañasen todos los hombres de armas, de a pie y de a caballo, pidiéndoles que combatieran y le hicieran una demostración de su habilidad con las armas y cuantos ejercicios de ataque y defensa supieran. Luego revisó murallas, torres y fortalezas de la ciudad y, cuando lo hubo visto todo, volvió junto a su padre el rey.
»Regresó a palacio entrada la noche. El rey le preguntó por las cosas que había visto, contestándole el infante que, con su permiso, le diría la verdad. El rey, su padre, le ordenó que se la dijera, so pena de perder su bendición. -99- El infante le respondió que, aunque lo consideraba un buen rey, no lo era tanto, pues si lo hubiera sido, como tenía tan buenos soldados y caballeros, tanto poder y tantos bienes, ya habría conquistado todo el mundo.
»Al rey le agradó mucho esta crítica sincera y aguda que le hizo el infante, por lo que, al llegar el plazo que había señalado a sus nobles, les señaló como heredero al hijo menor.
»El rey, señor conde, actuó así por las señales que vio en cada uno de sus hijos, pues, aunque hubiera preferido que le sucediera cualquiera de los otros dos, no lo juzgó acertado y eligió al menor por su prudencia.
»Y vos, señor conde, si queréis saber qué mancebo será hombre más valioso, fijaos en estas cosas y así podréis intuir algo y aun bastante de lo que cada uno llegará a ser.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le contó.
Y como don Juan pensó que era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Por palabras y hechos bien podrás conocer,
en jóvenes mancebos, qué llegarán a ser.
 
Cuento XXV
Lo que sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era sultán de Babilonia

El Conde Lucanor hablaba otra vez con Patronio, su consejero, de esta manera:
-Patronio, un vasallo mío me dijo el otro día que quería casar a una parienta suya; y que, así como él estaba obligado a aconsejarme siempre lo más prudente, me pedía como merced que le aconsejara lo que yo creyera más conveniente para él. También me ha dicho quiénes son los que querrían casarse con su parienta. Como deseo que este buen hombre haga lo mejor para su familia y para su parienta, os ruego que me digáis lo que os parece de este asunto, pues vos sabéis mucho de tales cosas, de modo que yo pueda darle un buen consejo que le vaya bien.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que siempre podáis aconsejar bien a quienes hayan de casar a una parienta suya, me gustaría mucho que supierais lo que le sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era sultán de Babilonia.
El Conde Lucanor le rogó que le contase lo que había ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había un conde en Provenza que era muy bueno y deseaba hacer buenas obras para salvar su alma y ganar la gloria del paraíso con hazañas que aumentasen su honra y engrandeciesen el nombre de su patria. Para lograrlo, reunió un gran ejército muy bien armado y partió a Tierra Santa, pensando que, sucediera lo que sucediera, podría sentirse dichoso, pues lo hacía para servir y honrar a Dios. Mas como los juicios de Dios son sorprendentes e insondables, y Dios Nuestro Señor prueba con frecuencia a sus elegidos, para que sepan sufrir la adversidad con resignación, pues Él siempre hace que todo redunde en su bien y provecho, así quiso Dios tentar al conde de Provenza y permitió que cayera prisionero del sultán Saladino.
»Aunque el conde vivía como cautivo, Saladino, conociendo su bondad, lo trataba muy bien, le respetaba sus honores y le pedía consejo en -101- todos los asuntos importantes. Tan bien le aconsejaba el conde y tanto confiaba el sultán en él que, aunque estaba prisionero, tenía tanto poder y tanta influencia en las tierras de Saladino como en las suyas propias.
»Cuando el conde partió de su tierra, dejó una hija muy pequeña. Tanto tiempo estuvo el conde en prisión, que su hija llegó a la edad de casarse, por lo cual la condesa, su mujer, y sus parientes le escribieron diciéndole cuántos hijos de reyes y de otros grandes señores la pedían en matrimonio.
»Un día, cuando Saladino fue a pedir consejo al conde, después de haberle aconsejado al sultán en el asunto que quería, le habló el conde de este modo.
»-Señor, vos me habéis concedido tantas mercedes y honra, y confiáis tanto en mí, que yo me tendría por afortunado si pudiera hacer algo para corresponderos. Y pues vos, señor, tenéis a bien que yo os aconseje en los asuntos más importantes, acogiéndome a vuestra gracia y confiando en vuestro entendimiento, os pido vuestro consejo en algo que me sucede.
»El sultán agradeció mucho estas palabras del conde, respondiéndole que le aconsejaría muy gustoso, e incluso que le ayudaría si fuera necesario.
»Alentado por este ofrecimiento del sultán, el conde le habló de las propuestas de matrimonio que había recibido su hija, y pidió que le dijera quién debía ser el elegido.
»Saladino le respondió:
»-Conde, yo os considero tan inteligente que, con deciros pocas palabras, podréis comprender perfectamente; os aconsejaré en este asunto según lo entiendo yo. Como no conozco a todos los que solicitan la mano de vuestra hija, ni su linaje o poder, ni sus prendas personales, ni la distancia entre sus tierras y las vuestras, ni en qué superan los unos a los otros, no puedo daros un consejo demasiado concreto, y así sólo os diré que caséis a vuestra hija con un hombre.
»El conde se lo agradeció, pues comprendió muy bien lo que le quería decir.
»Luego escribió a su esposa y parientes, a los que refirió el consejo del sultán, y les dijo que averiguaran cuántos hidalgos había en sus tierras, cuáles eran sus costumbres, cualidades y virtudes, sin mirar sus riquezas o su poder, y que, por escrito, le dijeran también cómo eran los hijos de los reyes y de los grandes señores, así como los demás hidalgos que vivían allí y que la pedían en matrimonio.
-102-
»La condesa y los parientes del conde se quedaron muy sorprendidos de esta respuesta, pero hicieron lo que les mandaba y pusieron por escrito las cualidades y costumbres -buenas y malas- de cada uno de los pretendientes, así como las demás circunstancias que sabían de ellos. También le indicaron cómo eran los hidalgos de aquellas comarcas, y todo lo hicieron llegar al conde.
»Al recibir el conde este escrito, se lo mostró al sultán y, al leerlo Saladino, aunque todos los pretendientes eran muy buenos, encontró algunos defectos en los hijos de los reyes o de los grandes señores, pues unos eran glotones o borrachos, otros coléricos, otros huraños, otros orgullosos, otros amigos de malas compañías, otros tartamudos y otros, en fin, tenían otros defectos. El sultán halló, sin embargo, que el hijo de un rico hombre, que no era el más poderoso, por lo que del mancebo se decía en el informe, era el mejor hombre, el más cumplido y perfecto de cuantos había oído hablar en su vida; en consecuencia, el sultán aconsejó al conde que casara a su hija con aquel hombre, pues sabía que, aunque los otros eran de más abolengo y más distinguidos que él, estaría mejor casada con este que con ninguno de los que tenían uno o varios defectos, ya que pensaba el sultán que el hombre era más de estimar por sus obras que por la riqueza o por la nobleza de su linaje.
»El conde mandó decir a la condesa y a sus parientes que casaran a su hija con el mancebo que Saladino había aconsejado. Y aunque se asombraron mucho de ello, hicieron llamar al hijo de aquel rico hombre y le contaron lo que el conde les había dicho. El joven les respondió que sabía muy bien que el conde era superior, más rico y más noble que él, pero que, si él fuera tan poderoso como el conde, cualquier mujer podría sentirse feliz casada con él, diciéndoles también que, si le daban esta respuesta por no acceder a sus pretensiones, sería porque buscasen su deshonra sin motivo alguno y le harían una gran afrenta. Ellos le replicaron que de verdad querían ese matrimonio, y le contaron cómo el sultán había aconsejado al conde que otorgase su hija a aquel mancebo antes que a ningún hijo de rey o de grandes señores, por ser él muy hombre. Al oír esto, el mancebo comprendió que consentían en su matrimonio y pensó que, si Saladino lo había elegido por ser hombre cabal, haciéndole llegar a tan gran honra, no lo sería si no se comportara con arreglo a las circunstancias.
»Por eso pidió a la condesa y parientes del conde que, si querían que los -103- creyese, le entregaran en seguida el gobierno del condado y todas sus rentas, sin decirles nada de lo que había pensado hacer. Ellos accedieron a sus pretensiones y le otorgaron los poderes que pedía. Él apartó una gran cantidad de dinero y, con mucho secreto, armó muchas galeras, guardándose una importante suma. Hecho todo esto, fijó la fecha para el casamiento.
»Celebraron las bodas con todo lujo y esplendor. Al llegar la noche, marchó hacia la casa donde estaba su mujer y, antes de consumar el matrimonio, llamó a la condesa y a sus parientes, a quienes dijo en secreto que bien sabían que el conde lo había preferido frente a otros más nobles porque el sultán le aconsejó que casara a su hija con un hombre, y que, pues el sultán y el conde tanta honra le habían hecho y lo habían elegido por esta razón, no se tendría él por muy hombre si no hiciera lo que era obligado; por ello les dijo que había de partir, dejándoles aquella doncella, que había tomado en matrimonio, así como el gobierno del condado, pues confiaba en que Dios le guiaría de tal manera que todo el mundo pudiese ver que se había portado como un hombre.
»Dicho esto, montó a caballo y se fue a la buena ventura. Se dirigió al reino de Armenia, donde vivió mucho tiempo hasta que aprendió la lengua y las costumbres de aquella tierra. Allí se enteró de que Saladino era muy amante de la caza.
»Cogió muchas y buenas aves de cetrería, muchos y buenos perros y se dirigió hacia donde estaba Saladino, dividiendo sus naves y enviándolas una a cada puerto, con la orden de no partir hasta que él lo mandase.
»Cuando llegó al sultán, fue muy bien recibido en la corte, pero ni le besó la mano ni le rindió pleitesía, como debe hacerse ante el señor. El sultán Saladino mandó darle cuanto necesitara y él se lo agradeció mucho, pero no quiso aceptar nada, diciéndole que no había ido en busca de ayuda, sino atraído por su fama; por lo cual, si él quisiera, le gustaría pasar algún tiempo viviendo con él para aprender alguna de sus preciadas virtudes y cualidades, así como las de su pueblo. También dijo al sultán que, como conocía su afición por la caza, él traía muchas y muy buenas aves, además de perros muy rápidos, de los que podría escoger los que más le gustasen, quedándose él con el resto para acompañarlo en las cacerías y servirle en aquel ejercicio o en otro cualquiera.
»Saladino le agradeció mucho todo esto y cogió lo que le pareció bien, pero no pudo conseguir que el otro aceptara ningún regalo ni le contara -104- nada de sus ocupaciones, ni se vinculara a Saladino por ninguna obligación de vasallaje. De esta manera permaneció viviendo con él mucho tiempo.
»Como Dios dispone las cosas al fin que quiere y según su voluntad, quiso que, en una cacería, se lanzaran los halcones tras unas grullas, a las que dieron alcance en un puerto donde estaba recalada una de las galeras que el yerno del conde había distribuido. El sultán, que montaba un caballo muy bueno, y su acompañante se alejaron tanto del resto de su gente que ninguno pudo seguirlos. Cuando llegó Saladino a donde los halcones estaban peleando con la grulla, bajó rápidamente de su caballo para ayudarles. El yerno del conde, que venía con él, cuando así lo vio en tierra, llamó a los hombres de su galera. El sultán, que no se fijaba sino en la pelea de los halcones, cuando se vio rodeado por gente armada, quedó muy asombrado. El yerno del conde desenvainó la espada e hizo como si le atacase. Al verlo Saladino venir contra él, comenzó a lamentarse, diciendo que cometía una gran traición. El yerno del conde le respondió que no pidiese ayuda a Dios, pues bien sabía él que nunca lo había tenido como a su señor, ni había querido aceptar nada de él, ni existía entre ellos vínculo que lo obligara a la lealtad, sino que todo era como Saladino había dispuesto.
»Dicho esto, lo capturó, lo llevó a la galera y, cuando ya estaba dentro, dijo que él era el yerno del conde, el mismo que el sultán había preferido entre otros mejores por ser más hombre y que, como él lo había elegido por esta razón, no se tendría por hombre si no hubiera obrado así. Luego le rogó que devolviese la libertad a su suegro, para que viese cómo el consejo que él le había dado era bueno y verdadero, y cómo daba buenos frutos.
»Cuando Saladino oyó esto, dio muchas gracias a Dios y se alegró más de haber acertado en el consejo que dio al conde que si le hubiera acontecido una hazaña muy honrosa, por grande que esta fuese. El sultán respondió al yerno del conde que lo pondría inmediatamente en libertad.
»El yerno del conde, fiando en la palabra del sultán, lo sacó luego de la galera y se fue con él, mandando a los hombres de la galera que se alejasen tanto del puerto que nadie pudiera verlos cuando llegara allí.
»El sultán y el yerno del conde dejaron a los halcones cebarse en las grullas y, cuando llegaron junto a ellos los hombres del sultán, encontraron a este muy alegre, pero no le dijo a ninguno lo que entre ellos había sucedido.
»Cuándo llegaron a la villa, el sultán detuvo su caballo frente a la casa -105- donde el conde estaba prisionero, bajó de su montura y, llevando consigo al yerno del conde, le dijo muy alegre:
»-Conde, doy gracias a Dios por haberme permitido acertar cuando os aconsejé sobre el matrimonio de vuestra hija. Mirad a vuestro yerno, pues él os ha sacado de prisión.
»Después le contó cómo se había comportado su yerno, la prudencia y el esfuerzo que había demostrado para apoderarse de él, y cómo luego confió en su palabra.
»El sultán, el conde y cuantos esto supieron alabaron mucho el entendimiento, el esfuerzo y la lealtad del yerno del conde, así como las bondades de Saladino, y el conde dio gracias a Dios por haber dispuesto todo tan felizmente.
»Entonces el sultán ofreció muchos y ricos presentes al conde y a su yerno, y dio al primero, como compensación por su cautividad, el doble de lo que importaban las rentas de su condado mientras estuvo en prisión, volviendo el conde a su tierra muy feliz y muy rico.
»Todo esto sucedió al conde por el buen consejo que le dio el sultán, al decirle que casara a su hija con un verdadero hombre.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues debéis aconsejar a vuestro vasallo para que sepa con quién casar a su parienta, aconsejadle que cuide de que su futuro esposo sea, ante todo, un verdadero hombre, porque, si no lo es, por muy rico, hidalgo o distinguido que sea, nunca se tendrá por bien casada. También debéis saber que el hombre bueno acrecienta su honra, da honra a su linaje y aumenta sus bienes. Sabed también que, no por ser de alta estirpe o de gran nobleza, si el hombre no es esforzado y leal, podrá mantenerse en tal estado. Podría contaros muchas historias de hombres notables a quienes sus padres dejaron ricos y honrados, que, por no ser como debían, perdieron bienes y honores; aunque también los hubo que, de origen más modesto o de antepasados muy ilustres, aumentaron tanto su hacienda y su honra con su esfuerzo y valía que son más considerados por lo que ellos hicieron y consiguieron que por la nobleza de su estirpe.
»Tened por cierto que, tanto las ventajas como los inconvenientes, nacen de la propia condición del hombre, y no de su origen, por muy humilde que sea. Por ello os digo que lo más importante en los matrimonios son las costumbres, la inteligencia y la educación que tienen el hombre y la mujer. Sabed, por último, que tanto mejor y más provechoso será el casamiento, -106- cuanto más distinguido sea el linaje, mayor la riqueza, más hermosa la apostura y más estrecha la relación existente entre las dos familias.
Al conde le agradaron mucho estos razonamientos que Patronio le hizo, y pensó que eran verdaderos.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo hizo escribir en este libro e hizo los versos que dicen así:
El verdadero hombre logra todo en su provecho
mas el que no lo es pierde siempre sus derechos.


Cuento XXVI
Lo que sucedió al árbol de la Mentira

Un día hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:
-Patronio, sabed que estoy muy pesaroso y en continua pelea con unos hombres que no me estiman, y son tan farsantes y tan embusteros que siempre mienten, tanto a mí como a quienes tratan. Dicen unas mentiras tan parecidas a la verdad que, si a ellos les resultan muy beneficiosas, a mí me causan gran daño, pues gracias a ellas aumentan su poder y levantan a la gente contra mí. Pensad que, si yo quisiera obrar como ellos, sabría hacerlo igual de bien; pero como la mentira es mala, nunca me he valido de ella. Por vuestro buen entendimiento os ruego que me aconsejéis el modo de actuar frente a estos hombres.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis lo mejor y más beneficioso, me gustaría mucho contaros lo que sucedió a la Verdad y la Mentira.
El conde le pidió que así lo hiciera.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, la Verdad y la Mentira se pusieron a vivir juntas una vez y, pasado cierto tiempo, la Mentira, que es muy inquieta, propuso a la Verdad que plantaran un árbol, para que les diese fruta y poder disfrutar de su sombra en los días más calurosos. La Verdad, que no tiene doblez y se conforma con poco, aceptó aquella propuesta.
»Cuando el árbol estuvo ya plantado y había empezado a crecer frondoso, la Mentira propuso a la Verdad que se lo repartieran entre las dos, cosa que agradó a la Verdad. La Mentira, dándole a entender con razonamientos muy bellos y bien construidos que la raíz mantiene al árbol, le da vida y, por ello, es la mejor parte y la de mayor provecho, aconsejó a la Verdad que se quedara con las raíces, que viven bajo tierra, en tanto ella se contentaría con las ramitas que aún habían de salir y vivir por encima de la tierra, lo que sería un gran peligro, pues estarían a merced de los hombres, que las podrían cortar o pisar, cosa que también podrían hacer los animales y las aves. También le dijo que los grandes calores podrían secarlas, y quemarlas los grandes fríos; por el contrario, las raíces no estarían expuestas a estos peligros.
»Al oír la Verdad todas estas razones, como es bastante crédula, muy confiada y no tiene malicia alguna, se dejó convencer por su compañera la Mentira, creyendo ser verdad lo que le decía. Como pensó que la Mentira le aconsejaba coger la mejor parte, la Verdad se quedó con la raíz y se puso muy contenta con su parte. Cuando la Mentira terminó su reparto, se alegró muchísimo por haber engañado a su amiga, gracias a su hábil manera de mentir.
»La Verdad se metió bajo tierra para vivir, pues allí estaban las raíces, que ella había elegido, y la Mentira permaneció encima de la tierra, con los hombres y los demás seres vivos. Y como la Mentira es muy lisonjera, en poco tiempo se ganó la admiración de las gentes, pues su árbol comenzó a crecer y a echar grandes ramas y hojas que daban fresca sombra; también nacieron en el árbol flores muy hermosas, de muchos colores y gratas a la vista.
»Al ver las gentes un árbol tan hermoso, empezaron a reunirse junto a él muy contentas, gozando de su sombra y de sus flores, que eran de colores muy bellos; la mayoría de la gente permanecía allí, e incluso quienes vivían lejos se recomendaban el árbol de la Mentira por su alegría, sosiego y fresca sombra.
»Cuando todos estaban juntos bajo aquel árbol, como la Mentira es muy sabia y muy halagüeña, les otorgaba muchos placeres y les enseñaba su ciencia, que ellos aprendían con mucho gusto. De esta forma ganó la confianza de casi todos: a unos les enseñaba mentiras sencillas; a otros, más sutiles, mentiras dobles; y a los más sabios, mentiras triples.
»Señor conde, debéis saber que es mentira sencilla cuando uno dice a otro: «Don Fulano, yo haré tal cosa por vos», sabiendo que es falso. Mentira doble es cuando una persona hace solemnes promesas y juramentos, otorga garantías, autoriza a otros para que negocien por él y, mientras va dando tales certezas, va pensando la manera de cometer su engaño. Mas la mentira triple, muy dañina, es la del que miente y engaña diciendo la verdad.
»Tanto sabía de esto la Mentira y tan bien lo enseñaba a quienes querían acogerse a la sombra de su árbol, que los hombres siempre acababan sus asuntos engañando y mintiendo, y no encontraban a nadie que no supiera mentir que no acabara siendo iniciado en esa falsa ciencia. En parte por la hermosura del árbol y en parte también por la gran sabiduría que la Mentira les enseñaba, las gentes deseaban mucho vivir bajo aquella sombra y aprender lo que la Mentira podía enseñarles.
»Así la Mentira se sentía muy honrada y era muy considerada por las gentes, que buscaban siempre su compañía: al que menos se acercaba a ella y menos sabía de sus artes, todos lo despreciaban, e incluso él mismo se tenía en poco.
»Mientras esto le ocurría a la Mentira, que se sentía muy feliz, la triste y despreciada Verdad estaba escondida bajo la tierra, sin que nadie supiera de ella ni la quisiera ir a buscar. Viendo la Verdad que no tenía con qué alimentarse, sino con las raíces de aquel árbol que la Mentira le aconsejó tomar como suyas, y a falta de otro alimento, se puso a roer y a cortar para su sustento las raíces del árbol de la Mentira. Aunque el árbol tenía gruesas ramas, hojas muy anchas que daban mucha sombra y flores de colores muy alegres, antes de que llegase a dar su fruto fueron cortadas todas sus raíces pues se las tuvo que comer la Verdad.
»Cuando las raíces desaparecieron, estando la Mentira a la sombra de su árbol con todas las gentes que aprendían sus artimañas, se levantó viento y movió el árbol, que, como no tenía raíces, muy fácilmente cayó derribado sobre la Mentira, a la que hirió y quebró muchos huesos, así como a sus acompañantes, que resultaron muertos o malheridos. Todos, pues, salieron muy mal librados.
»Entonces, por el vacío que había dejado el tronco, salió la Verdad, que estaba escondida, y cuando llegó a la superficie vio que la Mentira y todos los que la acompañaban estaban muy maltrechos y habían recibido gran daño por haber seguido el camino de la Mentira.
»Vos, señor Conde Lucanor, fijaos en que la Mentira tiene muy grandes ramas y sus flores, que son sus palabras, pensamientos o halagos, son muy agradables y gustan mucho a las gentes, aunque sean efímeros y nunca lleguen a dar buenos frutos. Por ello, aunque vuestros enemigos usen de los halagos y engaños de la mentira, evitadlos cuanto pudiereis, sin imitarlos nunca en sus malas artes y sin envidiar la fortuna que hayan conseguido mintiendo, pues ciertamente les durará poco y no llegarán a buen fin. Así, cuando se encuentren más confiados, les sucederá como al árbol de la Mentira y a quienes se cobijaron bajo él. Aunque muchas veces en nuestros tiempos la verdad sea menospreciada, abrazaos a ella y tenedla en gran estima, pues por ella seréis feliz, acabaréis bien y ganaréis el perdón y la gracia de Dios, que os dará prosperidad en este mundo, os hará muy honrado y os concederá la salvación para el otro.
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, siguió sus enseñanzas y le fue bien.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y compuso unos versos que dicen así:
Evitad la mentira y abrazad la verdad
que su daño consigue el que vive en el mal.
 

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