martes, 19 de agosto de 2014

JUAN EL OSO

JUAN EL OSO
Hace ya mucho tiempo vivía en un pueblo una muchacha que se dedicaba a cuidar vacas. Un día se le perdió una y se puso a buscarla por todas partes; sin darse cuenta llegó a un monte que estaba muy lejos. Allí le salió un oso, la cogió y se la llevó a su cueva. Después de estar viviendo con él algún tiempo, la mucha­cha tuvo un hijo. El oso, que nunca dejaba salir de la cueva ni a la madre ni al hijo, les traía de comer todos los días, teniendo que quitar y poner una gran piedra con la que tapaba la entrada de la cueva.
Pero el niño fue creciendo y haciéndose cada vez más fuerte. Un día, cuando ya tenía doce años, levantó la enorme piedra con sus brazos y la quitó de la entrada, para poder escaparse con su madre. Cuando ya salían de la cueva, apareció el oso. Entonces el muchacho cogió otra vez la piedra, se la arrojó al animal, y lo mató.
La madre regresó al pueblo con su hijo, que se llamaba Juan. Lo puso en la escuela, pero Juan andaba todo el día peleándose con los demás muchachos, los maltrataba y hasta se enfrentó con el maestro. Por fin le dijeron a la madre que tenía que quitarlo de allí, y el muchacho dijo que quería irse del pueblo. Pidió que le hicieran una  porra de siete arrobas, y así fue. Era tan pesada, que tuvieron que traérsela de la herrería entre cuatro mulas. Pero él la cogió como si nada y se marchó.
Por el camino Juan se encontró con un hombre que estaba arrancando pinos y le dijo:
—¿Tú quién eres?
—Yo soy Arrancapinos. ¿Y tú?
—Yo soy Juan el Oso, que voy con esta porra por el mundo y hago lo que quiero. Dime, ¿cuánto te pagan por arrancar pinos?
—Siete reales —contestó Arrancapinos.
—Bueno, pues yo te pago ocho.
Y se fueron los dos juntos. Un poco más adelante vieron a un hombre que estaba allanando montes con el culo. Juan el Oso le preguntó:
—¿Tú quién eres?
—Yo soy el Allanamontes. ¿Y vosotros?
—Yo, Juan el Oso. Y éste es Arrancapinos. Dime, ¿cuánto te pagan al día?
—Ocho reales —contestó Allanamontes.
—Bueno, pues yo te pago nueve.
Y se fueron los tres juntos camino adelante.
Cuando llegó la noche, Juan y Arrancapinos se echaron al mon­te a buscar comida y dejaron a Allanamontes haciendo la lumbre. Pero cada vez que prendía se acercaba un duende y se la apaga­ba. Allanamontes le dijo:
—Como me vuelvas a apagar la lumbre, te mato.
—¡Hombre, qué bien! —contestó el duende—. ¿No sabes tú que ésta es mi casa?
Entonces cogió una cachiporra y le dio a Allanamontes una bue­na paliza, se ensució en todos los cacharros de la comida y desa­pareció.
Cuando volvieron Juan y Arrancapinos, se quedaron muy sor­prendidos al ver lo que había pasado.
—Está bien —dijo Juan el Oso—. Mañana se quedará Arran­capinos.
Cuando Arrancapinos estaba preparando el fuego, apareció otra vez el duende y dijo:
—¿No te enteraste ayer de que ésta es mi casa?
Y sin decir más cogió la cachiporra y le dio una buena paliza a Arrancapinos, le apagó la lumbre y se ensució en los cacharros de la comida.
Cuando volvieron los otros dos y se enteraron de lo que había pasado, Juan se enfadó mucho y dijo:
—Mañana me quedaré yo.
Al día siguiente Juan el Oso hizo la lumbre y de nuevo apare­ció el duende, diciendo:
—¿Todavía no te has enterado de que ésta es mi casa?
Cogió otra vez la cachiporra dispuesto a darle una paliza a Juan el Oso, pero Juan el Oso cogió la suya, de siete arrobas, y con sólo dos golpes que le dio el duende se declaró vencido. Después se cortó una oreja y se la entregó a Juan el Oso, diciéndole:
— Cada vez que te encuentres en un apuro, sacas la oreja y la muerdes.
Cuando volvieron los otros dos, Juan el Oso les dijo que eran unos cobardes y les contó lo que él había hecho con el duende.
Otro día llegaron los tres a una sierra donde había muchos pi­nos, y como tenían mucha sed, dijo Juan el Oso:
—A ver si es verdad lo que sabéis hacer. Primero tú, Arrancapi­nos, tienes que arrancar todos los pinos. Y luego, tú, Allanamontes, tienes que allanar todos esos montes. Y después yo haré un pozo.
Así lo hicieron. En un momento Arrancapinos dejó todos los montes pelados y Allanamontes se puso a moverlos y a aplastarlos con el culo hasta que todo quedó como la palma de la mano. En­tonces Juan cogió su porra de siete arrobas y de un solo golpe en el suelo abrió un pozo muy hondo. Se asomaron los tres, pero era tan hondo, que sólo vieron la oscuridad. Juan el Oso dijo:
—Ahí tiene que haber algo. Vamos a echar una cuerda y lo veremos. Primero bajará Arrancapinos con una campanilla y, cuan­do vea algo, la tocará para que lo saquemos.
Pero, antes de llegar al fondo, Arrancapinos sintió mucho frío y tocó la campanilla. Luego bajó Allanamontes, y sintió mucho ca­lor y también tocó la campanilla, para que lo subieran. Por fin bajó Juan el Oso, que llegó hasta el fondo, donde había una cueva con tres puertas.
De pronto se abrió una de las puertas y apareció una mucha­cha. Juan le preguntó que quién era y ella le contestó:
—Soy una princesa y estoy aquí encantada por un gigante desde que un día me atreví a tocar un manzano que había en el jardín del palacio y al que mi padre me tenía prohibido acercarme. Fue entonces cuando se abrió la tierra y me tragó. Ahora tú tampoco podrás salir de aquí.
—Eso ya lo veremos —contestó Juan el Oso.
Y no había acabado de decirlo, cuando salió por la puerta un toro bravo, que se fue furioso hacia él. Pero Juan levantó su porra de siete arrobas y de un solo golpe en la cabeza lo mató. Luego se abrió otra puerta y salió una serpiente. Juan el Oso le dio un golpe en la cabeza y la mató también. Por último se abrió la tercera puerta y apareció el gigante, gritando: «¡A carne humana me hue­le! ¡A carne humana me huele! ¡Desgraciado! ¿Cómo te atreves a entrar en mi casa?»
Los dos se pusieron a pelear, pero Juan acertó a darle al gi­gante un cachiporrazo tan fuerte, que lo dejó tendido en el suelo.
Cuando la princesa se vio libre, le entregó a Juan una sortija que llevaba. Juan le amarró la soga por la cintura y tocó la campa­nilla para que los otros la subieran. Así lo hicieron, pero, cuando la princesa ya estaba arriba, Arrancapinos y Allanamontes no vol­vieron a echar la soga y se llevaron a la princesa.
Cuando se cansó de tocar la campanilla, Juan el Oso se dio cuenta de que lo habían abandonado y estuvo muchas horas dan­do vueltas por la cueva sin poder salir. De pronto se acordó de lo que le había dicho el duende, y se sacó la oreja del bolsillo. Le dio un mordisco y al momento aparecieron muchos enanillos dispues­tos a ayudarle. En seguida lo sacaron de la cueva, le dieron un tra­je nuevo y un caballo volador, con el que pudo llegar al palacio cuando el rey ya iba a decidirse a casar a la princesa con Arranca­pinos o con Allanamontes, pues los dos decían que habían desen­cantado a la princesa. Todo el mundo en el palacio estaba pen­diente de la decisión para hacer una gran fiesta, aunque la prince­sa estaba muy triste. Juan el Oso se metió entre la gente, y ni siquiera la princesa lo conoció al principio, debido al traje que le habían dado los enanillos. Por fin se acercó a ella y le enseñó la mano donde llevaba la sortija que ella le había entregado en la cue­va. Entonces la princesa exclamó:
—¡Este es el que yo escojo, porque éste es el que me ha de­sencantado!
El rey y todo el mundo se sorprendieron, pero tuvieron que convencerse, cuando vieron el anillo. A los otros dos los castiga­ron, y Juan el Oso y la princesa se casaron y vivieron felices y co­mieron perdices. Y a mí no me dieron porque no quisieron.

 

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