Pues señor, érase una vez un joven cordobés, llamado Luis, que se
encontró una noche en una posada con un caballero desconocido que se
hacía llamar el Marqués del Sol.
Pusiéronse a jugar a cartas y el forastero ganó sin cesar, mientras que
Luis, ansioso de tomar el desquite, perdía onza a onza toda su fortuna.
Empezó perdiendo el dinero, luego se jugó el caballo y lo perdió; a
continuación su espada y la perdió.
Finalmente, desesperado, dijo:
- ¡Ya no me queda más que mi alma! ¡Me la juego!
Y la perdió también.
Levantóse el forastero para marcharse y el joven, recobrando el buen
sentido y dándose cuenta de su locura, exclamó:
- Caballero, me ha ganado usted mi espada, mi caballo y mi fortuna...
Son suyas las tres cosas; consérvelas y que le duren mucho, pero
devuélvame mi alma.
- Se la devolveré, - replicó el otro cuando haya gastado usted este
par de zapatos.
Y el Marqués del Sol, entregando a Luis un par de zapatos de hierro, se
marchó, llevándose su alma.
A partir de aquel día, Luis se sentía extraordinariamente desgraciado.
Ni experimentaba alegría, ni tristeza; todo le era indiferente. Por fin,
se calzó los zapatos de hierro y se dispuso a recobrar su alma. Un amigo
le prestó algún dinero y nuestro joven jugador emprendió la marcha.
Desgraciadamente no sabía qué rumbo seguir, pues no sabía del Marqués
del Sol más que este título, que podía ser falso.
Anduvo días, semanas, meses, años, sin encontrar a nadie que pudiera
decirle dónde vivía el misterioso Marqués del Sol. Recorrió toda España,
desde Córdoba a Barcelona y desde Murcia a Santiago.
Y los zapatos de hierro se iban desgastando poco a poco.
Una noche que llegó a un pueblo desconocido vio, muchas personas que
gritaban y gesticulaban ante una pequeña posada. Preguntó el motivo de
aquel alboroto y el posadero le respondió:
- Se trata, señor, de que un viajero que me debía más de ocho días de
estancia ha muerto de repente. Como había contraído algunas deudas en el
pueblo, sus acreedores están disputando como locos, pues su equipaje no
vale ni tres reales. ¿Qué haré yo ahora con el cadáver? No soy lo
bastante rico para pagar el ataúd y el entierro de un forastero, que
ojalá hubiese ido a terminar sus días en otra parte.
Luis entregó su bolsa al posadero y le dijo:
- Pague usted con eso las deudas de este desgraciado y con lo que quede,
que le hagan un buen entierro, a fin de que su alma pueda descansar en
paz.
- Que Dios se lo pague, señor - respondió el posadero. - Puede usted
estar seguro de que todo se hará como usted ha dispuesto.
Luis no comió aquel día, porque había dado al posadero hasta el último
céntimo que poseía. Continuó su camino y no tardó en darse cuenta de que
uno de los zapatos de hierro acababa de romperse.
Llegada la noche, un caballero, jinete en un soberbio caballo negro, y
envuelto en luenga capa, apareció de repente ante el viajero.
- Luis - dijo el desconocido, - soy el alma del forastero cuyas deudas y
sepelio has pagado hoy. Has liberado mi alma y quiero pagarte el favor
que me has hecho. Continúa andando hasta que encuentres un río;
entonces, escóndete entre los sauces que crecen a sus orillas y aguarda.
Aparecerán tres pájaros blancos que dejarán caer sus mantos de plumas y
se convertirán en tres preciosas doncellas. Apodérate entonces del manto
de una de ellas y no se lo devuelvas hasta que te diga lo que deseas
saber.
Desapareció el caballero en la noche.
Luis no había querido dirigir la palabra a aquella alma en pena, pero se
dispuso a seguir su consejo y anduvo tanto y tan a prisa, que llegó
antes del alba a orillas del río anunciado.
En aquel instante se le rompió el segundo zapato, pero el joven, agotado
de fatiga, ni siquiera pensó en alegrarse, sino que se escondió, entre
los sauces y se quedó dormido.
Cuando despertó, el sol naciente empurpuraba el río y en el cielo rosado
tres enormes pájaros blancos volaban pausadamente. Aproximáronse poco a
poco al río donde nuestro héroe se hallaba escondido y vinieron a
posarse tan cerca de él que sintió el viento de sus alas.
Casi al mismo tiempo las tres aves dejaron caer sus plumas y se
convirtieron en tres doncellas de peregrina hermosura, que se lanzaron
al agua entre gritos y risas, y se alejaron nadando.
El joven salió entonces de su escondrijo y se apoderó de una de las
capas de plumas.
En aquel momento, las tres nadadoras lo vieron y vinieron
apresuradamente hacia la orilla; pero Luis ya se había escondido de
nuevo. Dos de las muchachas se convirtieron precipitadamente en aves y
salieron volando más que deprisa, pero la tercera, sentada en la arena,
lloraba amargamente.
Salió Luis, por segunda vez de su escondrijo y ella, al ver que él tenía
en las manos su manto de plumas, suplicó llorosa:
- Señor, devuélvame eso. Sin el manto no podría volver al castillo de mi
padre.
- Te lo devolveré, bella ninfa, si me dices dónde se halla el Marqués
del Sol.
- Que Dios no permita que lo encuentre usted jamás en su camino,
caballero. En cuanto a mí, me está prohibido revelar su morada.
- Entonces no te devolveré el manto.
- Señor, el Marqués del Sol es mi padre y nos ha hecho jurar a todas que
jamás le traicionaremos.
Luis reflexionó un instante y dijo:
- Está bien. Permíteme entonces que te siga y te devolveré tus plumas.
De este modo, tú no habrás faltado a tu juramento, ya que sólo
prometiste no revelar su domicilio... Así, toda la responsabilidad será
mía.
Consintió la muchacha y cuando Luis le devolvió las plumas, se trocó de
nuevo en ave y empezó a volar lentamente, de modo que el joven pudo
seguirla con facilidad.
Tardaron todo un día en llegar a un castillo cuyos formidables muros se
elevaban al pie de una montaña enorme. En aquel momento desapareció de
repente la blanca ave y Luis se encontró solo ante la entrada de la
fortaleza.
Entró y, cuando, en medio de un patio de colosales dimensiones,
titubeaba sobre el camino a seguir, vio venir hacia él a su compañero de
juego de otro tiempo.
- ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? - preguntóle el Marqués del Sol.
- He venido andando; los zapatos de hierro ya los he gastado y vengo a
pedirle que me devuelva mi alma.
- Se la daré mañana - respondió el hechicero, pues habéis de saber que
el Marqués de mi cuento no era otra cosa. - Esta noche repose usted, que
estará bastante fatigado del viaje.
Al día siguiente, Luis recordó a su anfitrión la promesa que le había
hecho.
- No puedo devolverle su alma hasta tanto que no haya aplanado esta
montaña que me oculta la luz del día.
Luis salió del castillo. La montaña era tan alta que mil hombres, en mil
años, habrían estado trabajando noche y día sin conseguir nivelarla con
el suelo.
El joven, descorazonado, se dejó caer bajo las ramas de una encina y
ocultó el rostro entre las manos para llorar.
Una hormiguita trepó por su cuerpo y le dio un picotazo en un puño.
Ya se disponía Luis a aplastarla, cuando ella le dijo:
- No me mates. Soy la que te ha conducido hasta aquí. Me llamo
Blancaflor. No te muevas. No digas nada; te ayudaré. Duerme, que yo te
prometo que, cuando despiertes, lo que ahora crees un imposible se habrá
realizado.
Durmióse Luis. Cuando despertó ya no había ni montaña ni trazas de ella;
el suelo estaba tan liso como la palma de la mano.
Entonces fue corriendo al castillo y dijo al hechicero:
- Ya he gastado los zapatos de hierro he aplanado la montaña. ¿Me
devolverá ahora mi alma?
- Hoy, no; váyase a descansar. Mañana le daré trabajo.
Al día siguiente el hechicero le entregó un cesto enorme lleno de
semillas de árboles.
- Siembre esto y tráiganos para desayunar los frutos que haya dado.
Luis tomó el cesto y se dirigió al lugar que ocupaba antes la montaña.
- Jamás podré hacer crecer árboles y madurar sus frutos en tres horas
pensaba con desaliento.
Pero un pajarito, posado en un zarzal, empezó a cantar:
- Soy Blancaflor; te ayudo y te vigilo.
Dame ese cesto y duerme tranquilo.
Cuando se despertó, el cesto, vacío, estaba a su lado; y en los árboles
recién brotados maduraban sabrosísimos frutos.
Luis cogió dátiles y melocotones, manzanas, granadas, uvas e higos,
hasta llenar el cesto, que llevó al Marqués del sol.
- ¿Me devolverá ahora mi alma? - le dijo.
- Se la devolveré si me trae mi anillo de oro, que está en el fondo del
río.
Fuése el pobre joven a sentarse a orillas de la corriente y exclamó:
- ¿Cómo podré encontrar un anillo de oro en el fondo de estas aguas
amarillentas?
En aquel momento apareció, en la superficie del líquido elemento la
cabecita de un pececillo plateado, que dijo:
- Soy Blancaflor, Luis. Cógeme, córtame en tantos trozos como puedas v
guárdalos con cuidado, pero echa mi sangre en el río. Entonces verás al
anillo flotando sobre la espuma y te será fácil cogerlo. Luego colocarás
cada uno de mis trozos en su lugar, cuidando de no olvidar ninguno.
Sacó el joven su cuchillo de monte, cogió al pececillo y lo hizo
cuarenta y tres pedazos. A continuación echó su sangre al agua, que se
agitó, se hinchó y arrojó el anillo sobre la orilla.
Luis recogió el anillo y se apresuró a recomponer el pececillo, uniendo
los cuarenta y tres trozos, pero temía tanto equivocarse que, en su
ansiedad, dejó caer uno de los pedacitos.
- Eres poco mañoso - dijo el pez, volviendo a la vida. - Por tu culpa,
tu amiguita Blancaflor tendrá en lo sucesivo el meñique de la mano
izquierda más corto que el de la derecha.