Érase
un rey que era muy compadecido. Le gustaba saber en qué condiciones se
hallaban sus súbditos; para lograrlo, hablaba de tiempo en tiempo con
los habitantes del reino.
Un día quiso recibir a los pordioseros. Entraron juntos a la sala del
trono y uno de ellos habló en nombre de todos:
-Socórrenos, buen Rey, por el ángel de tu guarda, por el santo de tu
nombre; mira que los fríos están muy fuertes y no tenemos donde dormir.
El Rey les ofreció una troje muy grande, de esas que hay en los ranchos
para guardar la semilla, para que les sirviera de refugio; con eso los
pordioseros se retiraron muy agradecidos.
Ahí tienes que entonces el rey se fijó en un animalito muy curioso que
corría de un lado a otro sobre el tapiz de uno de los sillones.
-Mis guardias -dijo-, vengan a decirme qué animal es éste.
Pero los guardias se miraban unos a otros sin atreverse a contestar.
Llegó en eso el mayordomo de palacio y le dijo:
-Perdone, su Majestad, no es más que un piojo que dejaron los
pordioseros; mejor sería matarlo.
-No le hagan daño -dijo el Rey-, yo veré que cuiden de él.
Mandó hacer una urna de cristal, puso en ella al piojo y se lo entregó a
un paje para que lo cuidara.
Para esto el Rey tenía una hija a la que le gustaban mucho los animales
y que, tan luego como vio al piojo, le pidió a su padre que se lo
regalara; así el paje y la princesa cuidaban del piojo, le daban su
comidita, su agua y lo sacaban al jardín todos los días. El piojo, con
la buena vida, comenzó a engordar y a crecer, pero una mañana amaneció
muerto de frío.
La princesa lloró mucho y el Rey, su padre, para consolarla, mandó a
llamar a un curtidor para que le preparara la piel y así la niña pudiera
conservarla de recuerdo.
Una vez que la piel estuvo curtida la niña comenzó a discurrir:
-¿Qué haré con la pielecita?
Y pensando, pensando, pensó hacer un tambor.
Yendo y viniendo el tiempo, creció la niña y el Rey decidió que ya era
necesario que se casara, pero la princesa no estaba de acuerdo, y decía:
-No papacito, ni creas que me casaré nada más así; el que quiera casarse
conmigo tendrá que pasar tres pruebas y si no las pasa, penará con la
vida.
Con tal de casarla, el Rey mandó por todos los confines del reino
heraldos que leyeran el bando en el cual se hacía saber a todos los
súbditos que pretendieran la mano de la princesa, que podían ir a
palacio a someterse a las tres pruebas, advirtiéndoseles que el que no
las pasara, penaría con la vida.
A pesar de eso no faltaron príncipes, ni duques, ni condes; pero todos
murieron en la primera prueba.
Una vez la princesa fue de día de campo al monte. Allí la vio un
carbonerito que andaba con su burro juntando leña. Cuando la niña se
fue, el carbonero regresó a su jacal y le dijo a su madre:
-¡Ay mamacita! Mejor muerto que no volvera ver a la princesa; yo me voy
a palacio a pedir su mano.
-No vayas, hijo -le dijo su madre-, mira que será tu perdición; si no
han podido los nobles pasar las pruebas ¿qué has de poder tú, que no
eres más que un carbonero que ni siquiera sabes leer?
-No importa, querida madre, écheme la bendición y ya verá como antes de
los calores regreso.
Y diciendo esto se puso en camino, y andando, andando, encontró un
hombre que estaba gritando:
-¡Jesús te ayude! ¡Jesús te ayude!
-Pero, hombre, ¿a quién quieres que ayude Dios, si aquí no hay nadie en
peligro? preguntó el carbonero.
-Si no se trata de peligro, no seas tonto, no oyes que el Rey de España
está estornudando.
-Pues la verdad yo no oigo nada -dijo el carbonerito.
-Qué has de oírlo -dijo el otro-. Yo lo oigo porque soy Oyín Oyán y
hasta la hierba oigo crecer. Tú ¿adónde vas?
-Voy a pedir la mano de la princesa. ¿No me acompañas?
-Sí, cómo no -le contestó Oyín Oyán-, vámonos por ahí. En el camino
encontraron a un hombre que estaba tirado, durmiendo.
-Mira ese flojo, -dijo el carbonerito- ya bajó el sol y todavía está
durmiendo la siesta.
-¡Qué flojo voy a ser! -contestó el hombre-. Ayer salí de China y hoy
mismo llegué, me llamo Corrín Corrán y corro más que el viento.
¿Ustedes, adónde van?
Voy a pedir la mano de la princesa -dijo el carbonerito-. Este es Oyín
Oyán, ¿no nos acompañas?
-Con gusto.
Y los tres se pusieron en camino.
Más adelante se encontraron con un hombre que estaba comiendo una
gallina tras otra, con todo y plumas.
-¡Ah, bárbaro! -le dijeron- -¿Cómo le haces para comértelas enteras?
-Eso es fácil -les contestó el otro- media docena de gallinas es poco
para mí, que hasta un toro con todo y cuernos he llegado a comerme. ¿No
ven que soy Comín Comán, hijo de Buen Comedor? Pero, ¿a dónde van
ustedes?
-Voy a pedir la mano de la princesa -contestó el carbonero-. ¿Tú también
quieres acompañarme?
-Sí -le dijo Comín Comán y se fue con ellos.
Así llegaron los cuatro a palacio y el carbonero se presentó a pedir la
mano de la princesa. Tan luego como llegó le pusieron la primera prueba.
-Mira -le dijeron-, ayer fue la princesa a bañarse al mar y sobre una
roca dejó su anillo. El Rey tiene un paje que es un gran corredor;
tendrás que correr con él en busca del anillo y el que llegue primero
con él ganará la prueba; si logras traerlo, ganas y te casas con la
princesa, silo trae el paje gana la princesa y tú penas con la vida.
Fuese luego el carbonero a contarles a sus amigos de qué se trataba y
Corrín Corrán le dijo:
-No te apures, que aquí estoy yo, ya veremos si me gana el pajecito ese.
Al día siguiente muy de mañana, ahí van corre que te correrás, pero
apenas iba el paje llegando al mar, cuando Corrín Corrán ya venía con el
anillo.
Se lo dio en seguida al carbonerito que muy contento fue a entregarlo,
ganando así la primera prueba.
Al otro día le dijeron;
-Hoy se servirá un banquete, la princesa tiene un paje que come más que
un ogro, tú tendrás que comer con él. El que coma más ganará la segunda
prueba.
Esto le pareció más difícil al carbonero, sin embargo, se lo fue a
contar a sus amigos.
No te apures por eso -le dijo Comín Comán-, déjalo todo de mi cuenta, ya
verás cómo no te arrepientes.
Apenas lo llamaron al banquete, se presentó Comín Comán disfrazado de
carbonero y para qué les digo que no sólo se comió los alimentos que le
presentaron sino que para terminar más aprisa se los comió con todo y
platos.
Al fin que este es un cuento ... ¿verdad, niños? Y como me lo contaron
se los cuento.
La princesa no tuvo entonces nada que decir y el carbonero ganó la
segunda prueba.
-¿A que antes del medio día no adivinas de qué es mi tambor y con qué lo
toco?
Y el carbonerito se quedó pensando. Y pensando, pensando, se fue a ver a
sus amigos.
Luego que lo oyeron, dijo Oyín Oyán:
-Ahora mismo me pongo a escuchar lo que pasa en palacio, quién quita y
así sepamos de qué está hecho el tambor.
Oyín Oyán, con la oreja en el suelo y casi sin respirar, escuchó lo que
decían los guardias, los pajes y toda la corte y hasta el mismo Rey,
cuando de pronto va oyendo a la princesa cantar acompañándose de su
tambor:
Cuerito de piojo
varita de hinojo,
cuerito de piojo,
varita de hinojo.
-¡Albricias, carbonerito! -gritó contentísimo Oyín Oyán. El tambor es de
cuero de piojo y las varitas con que lo toca son de hinojo.
Con eso, al medio día, fue el carbonero a palacio donde la corte se
hallaba reunida. Allí la princesa volvió a preguntar al carbonerito:
-¿De qué es mi tambor y con qué lo toco?
Y el carbonerito le contestó cantando:
Tamborcito de cuero de piojo,
varita de hinojo
La princesa mudó de color al verse perdida, pues veía al carbonerito muy
sucio y muy feo, pero:
-Palabra de Rey no vuelve atrás -dijo su padre-. No tienes más remedio
que casarte.
Para esto, el camarista del Rey se encargó de alistar al carbonero para
la boda, los pajes lo bañaron en agua de rosas y hierbas de olor, le
pusieron vestidos de seda y encaje, convirtiéndolo así en un niño
precioso.
La princesa no se cansaba de mirarlo. "Ayer tan feo, hoy tan bonito", se
decía, y así diciendo se celebraron las bodas, que entre cohetes,
iluminaciones y músicas, duraron más de ocho días.
Para entonces el carbonerito se acordó de su madre, mandó enganchar una
carroza de oro y la fue a buscar a su jacal. La viejita de pronto no lo
reconoció y pensó que venía de parte del Rey a traerle las nuevas de la
muerte de su hijo. Así que para qué les cuento el gusto que tuvo cuando
se dio cuenta de que aquel príncipe tan elegante era nada menos que su
propio hijo. Y para no hacerles el cuento largo, les diré que el niño se
llevó a su mamá a vivir con él a palacio; que a Corrín Corrán, Oyín Oyán
y Comín Comán, los nombró ministros del reino y que él y la princesa:
Vivieron felices,
comieron perdices,
y a mí no me dieron
porque no quisieron.