Dos pastores apacentaban el
rebaño de ovejas en el monte de Torralba. Era una de esas tardes
limpias y soleadas de octubre. Las ovejas estaban a la sombra de los
robles, o tomaban sobre algún peñasco los últimos rayos del sol, o
retozaban con sus corderillos. Los pastores habían echado su buena
siesta confiados en la habilidad de los perros, y, ahora, contemplaban
silenciosos los campos de «la dehesa» y de «río seco». Hasta el monte
llegaban las voces de los labradores que labraban el campo. Sólo
faltaba que el sol se hundiera un poco más entre las montañas para
recoger las ovejas y encaminarse hacia los corrales del pueblo.
Pero no podían fiarse mucho. A veces, los lobos acechan tras cualquier
chaparro.
Uno de los pastores, sentado sobre una peña, lanza al aire el grito de
la jota. La voz clara y bien rasgada rueda por los valles y barrancos.
Es como la despedida del día soleado y hermoso. Cuando suena la jota,
muchos labradores suelen decir: «Un día como éste no debería
terminarse nunca».
De repente, algo se movió en un trozo de maleza, allá a lo lejos.
—El lobo, el lobo —gritaron los dos pastores.
—El lobo, el lobo —sintieron también las ovejas.
Los perros salieron disparados en aquella dirección. Los pastores
juntaron el rebaño a toda prisa y lo condujeron hacia la derecha.
—No nos desapartemos; si no hay más remedio, lo haremos frente como
podamos.
Sin la ayuda de los perros, perdieron el control del rebaño y las
ovejas se dispersaron monte abajo.
Los perros, valientes como leones y sin separarse ni un minuto,
mantuvieron a raya al lobo por unos minutos, y habrían terminado con
él de no haber aparecido la hembra loba. La batalla los dejó
malparados y apenas pudieron llegar hasta donde estaban sus amos.
Entonces los lobos se lanzaron sobre los pastores.
Uno de ellos arrojó la porra y las alforjas y se subió a un roble. El
otro, desesperado y nervioso perdido, se metió en un descampado. Allí
no había robles ni encinas ni nada. Disimuló que se caía y quedó como
muerto en la maleza.
Se acercaron los lobos despacio y recelosos, husmearon el cuerpo
tendido y como muerto, y se sentaron cerca como pensando y
reflexionando. Abrían la boca y mostraban los colmillos. Se acercaban
al muerto y volvían a sentarse. El pastor no se movía, ni respiraba,
ni daba señales de vida. El otro, bien seguro en el roble, presenciaba
la escena sin moverse tampoco.
Los lobos se acercaron una vez más al cuerpo muerto, olieron el
rostro, el pecho y las piernas del pastor, olfatearon el aire y
desaparecieron por el monte.
Ya el sol se había escondido detrás de «las dos hermanas» pero todavía
no era de noche. Los dos pastores no se movieron de su sitio hasta que
fue de noche ciego. Entonces el pastor bajó del roble y se acercó a su
compañero. Queriendo hacerle una gracia, gateó hasta él, olfateó el
aire y le dijo al oído:
—¿Qué te decían los lobos?
—Que es cosa de cobardes abandonar en el peligro a los amigos.
Y colorín colorao….